Seguramente ya no sorprende un gesto que habría parecido extraño o incomprensible hace unos pocos años: jóvenes que se acicalan en la cola de un espectáculo mirándose no en un espejo de bolsillo sino en la pantalla de un teléfono móvil. Aquélla no es, obviamente, un espejo, sino la superficie donde se inscribe la imagen del rostro una vez que se ha activado la cámara en "modo revertido": la cámara capta no lo que se encuentra delante de ella sino detrás.
La imagen en la pantalla es semejante a la que se refleja en un espejo. Ambas superficies, el espejo y la pantalla digital, tienen la capacidad de reproducir -o de producir, más bien, en el caso de la pantalla- una imagen mimética que permite a quien se mira o se fotografía tener una imagen correcta de su rostro. No hace falta precisar que el recurso al espejo y a la pantalla es consecuencia de nuestra imposibilidad de vernos directamente el rostro. Solo lo podemos descubrir como reflejo -en otros ojos u otras superficies reflectantes.
Sin embargo, existe una diferencia esencial entre la imagen en el espejo y que se se proyecta en la pantalla. Un espejo capta pasivamente nuestra imagen. Lo que vemos es lo que queremos ver. Tenemos que situarnos ante el espejo para vernos. La imagen se produce porque así lo y nos disponemos. Pero, a la vez, un espejo siempre acoge imágenes, salvo de noche o en un entorno vacío. Un espejo, como comentaba Platón, no discrimina sino que acoge en o sobre su superficie todo lo que se halla o pasa delante.
Por el contrario, la imagen digital en la pantalla no muestra lo que vemos sino lo que el objetivo capta. La pantalla nos muestra lo que ve. Es la cámara la que nos mira. La imagen corresponde a lo que el objetivo quiere cazar. Somos el objetivo del ojo del visor. Estamos sometidos a él. Dependemos de que se abra y nos acoja. Nos vemos a través de la mirada de otro, siendo este otro una máquina que activamos pero cuya respuesta no es inmediata ni segura. El objetivo puede no ponerse en marcha o no disponer de luz suficientemente para producir nuestra imagen.
La imagen digital se produce si mantenemos la cámara ante nuestra cara. Tenemos que estar físicamente unidos a ella. La imagen, entonces, nace de nuestro encuentro casi íntimo con el aparato. La imagen se constituye casi como una prolongación nuestra y, sin embargo, resulta de ojo de la cámara. Quiere ser nuestro reflejo pero es, en verdad, lo que la cámara quiere o puede ver. La imagen depende en gran parte de la configuración de la cámara, del objetivo. Somos, así, lo que la máquina produce.
La imagen en el espejo y en la pantalla nos sirve para arreglarlos, para saber qué imagen tenemos y queremos mostrar. La imagen reflejada o fotografiada nos sirve de guía. Nos modelamos, nos comportamos en función de la imagen. La imagen nos determina. Nos dice cómo mostrarnos, como ser, de algún modo. En el caso de la imagen digital, es la máquina la que nos organiza, nos configura. Somo lo que aquella quiere. Sin dicha imagen digital no somos, literalmente, nada o nadie: no osamos mostrarnos, nos hacemos invisibles o querríamos ser invisibles. Somos para los demás lo que la máquina decide que seamos, aunque somos conscientes de que nunca lograremos ser lo que es el ser que la máquina ve.
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