El MuCEM de Marsella -un delirante edificio envuelto en una celosía inútil, construido hace un par de años en medio del puerto- presenta una exposición turbadora sobre el mito bíblico de la Torre de Babel. Además de algunas poderosas imágenes como un conocido grabado del siglo de las luces francés, del arquitecto Boullée, que muestra una torre troncocónica infinita por cuya rampa en espiral ascienden personas cogidas de la mano que parecen abrazar el monumento, la exposición plantea una serie de preguntas, siendo la principal: ¿fue la multiplicación de las lenguas con la que Dios castigó a la humanidad que levantaba la Torre para alcanzar el cielo un mal, ya que los hombres incapaces de comunicarse dejaron de apilar ladrillos?
La exposición plantea que la multiplicidad de lenguas obligó, por el contrario, a reconocer al otro y a esforzarse en reconocerlo y a entenderlo. El verdadero diálogo no se daría entre personas que hablan un mismo idioma sino entre quienes buscan aquellas palabras acompañadas de gestos y expresiones adecuados que mejor "traduzcan" lo que se quiere comunicar, que mejor se adapten a la comprensión del otro. La diversidad de lenguas obliga a un esfuerzo que no da nada por hecho y a una cierta contención por miedo a herir al otro o a ser incomprendido. Atendemos con cuidado a su cara para ver si nos entiende y qué entiende.
La lengua es un medio para reconocer que somos distintos pero iguales, es decir que tenemos una individualidad pero que aceptamos compartir ideas, creencias y sentimientos buscando maneras de ponerlos al alcance del otro. No pensamos en nosotros mismos, no nos hacemos fuertes en nuestras creencias, sino que tratamos de ponernos en el lugar del otro, buscando qué y cómo podemos compartir. Una legua común facilita en apariencia la comunicación pero da por supuesto demasiados puntos de vista por lo que uno acaba callando, sin compartir nada. Una lengua común puede dar lugar a una comunicación silenciosa, pero ¿por qué esforzarse en traducir, comentar, lo que uno siente si sabe que el otro siente lo mismo o expresaría lo mismo -solo podemos juzgar y compartir lo que verbalizamos con signos, con gestos, sonoros o visuales?.
El mito de la Torre de Babel funda a la humanidad, establece comunidades humanas que deberán esforzarse en conunicarse, en poner en común lo que saben y lo que sienten, en comparar e intercambiar su visión del mundo, buscando puntos, espacios de encuentro, y aceptando que no podremos llegar a comprender enteramente otros puntos de vista, lo que infunde cierto respeto, obligándonos a respetar silencios o expresiones que no entendemos pero que aceptamos, aceptando que cada uno tiene derechos, asumiendo la diferencia, la diversidad.
Las palabras traducidas son al mismo tiempo una pérdida y una ganancia. Se pierden matices pero aparecen otros que enriquecen la visión del mundo. Nadie podrá poseer todos los matices. Nadie puede conocer todas las lenguas, vivirlas como propias. Es decir nada puede imponerse considerándose por encima de los demás pues sabe que otros poseen conocimientos intraducibles que infunden respeto, y admiración. Se sabe que podemos aprender del otro, que el intercambio es necesario y posible con sumo cuidado.
Una hermosa, compleja y a veces confusa -babélica- exposición sobre la aceptación de la humana condición.
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