Los tótems imponían. Se imponían a los miembros de la colectividad. Éstos no podían escoger a lo que les representaría. Descendían de un animal ejemplificado -o materializado-por el tótem. Ni siquiera podían contemplarlos. La hiriente mirada del animal totémico, del espíritu encerrado en el tótem podía fulminarles.
De igual modo, los fetiches así todo lo relacionada con la magia -toda la creación, todo el hacer humano está imbuido por espíritus en culturas antiguas y "tradicionales" (como bien lo refleja, por ejemplo, el mito greco-latino de Pigmalión)- no se podían manejar a su antojo. No existían para ser observador sino para intervenir en la vida diaria. Cumplían los secretos deseos de los hombres, pero también podían obligar a éstos a emprender acciones que nunca habrían llevado a cabo si el fetiche no hubiera estado presente. Se sabe incluso de cuadros que llevaron a la muerte a los hombres: así lo narra Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey. La relación que se establece entre el hombre y la imagen está en "manos" y ésta. Cuando la imagen o el fetiche decide intervenir, poco puede hacer el hombre. Éste se convierte en el esclavo de la figura que lo maneja a su antojo, que anula su voluntad. Quizá los magos podían llegar a controlar a los fetiches, mas los magos no eran enteramente humanos ni formaban parte de la comunidad. En tanto que seres marginales, estaban más cerca de las efigies que de los hombres. Pero, incluso en estos casos, los magos en ocasiones erran "víctima" de las decisiones de los fetiches. Ninguna acción humano se emprendía sin la aprobación de aquellos. Se les consultaba, se les imploraba. Pero la victoria o la derrota, la vida o la desaparición de una comunidad estaba a merced de lo que el fetiche había decidido.
La obra de arte (tal como se define entre los siglos XVIII y XX), en cambio, permite otro tipo de relación con el hombre. En apariencia poco o nada permite, a veces, distinguir un fetiche de una estatua. Son entes en apariencia inertes. Pero la obra de arte comunica, a través de su forma material, de su disposición en el espacio, y de su relación con tras posibles obras, un mensaje. Posee un contenido cifrado: la clave es la apariencia, la forma que posee o adopta.
Podemos pensar que el contenido ha sido decidido por el creador. Sin embargo, el que alcanzamos a descubrir, a descifrar es, en verdad, obra nuestra. Somos nosotros, los espectadores, que dotamos de un contenido a la obra de arte con la que nos relacionamos sensiblemente. La obra se dispone -o está dispuesta- de tal modo, que suscita preguntas y respuestas. Sentimos y pensamos que nos quiere decir algo: el mensaje que alcanzamos es una aportación, una invención nuestra.
Cada miembro de una comunidad o una ciudad puede hallar el mensaje que espera -o cree que la obra le dicta. Si nuestra relación con la obra fuera tan cerrada o personal, si estableciéramos un diálogo con la obra que solo nosotros alcanzamos a entender, no podríamos discutir de arte. La obra de arte de nada serviría, pues lo que nos aportaría -siendo su aportación la oportunidad que nos brinda de hallarle un sentido- sería incomunicable, es decir inútil. Es como si cada persona hablara un lenguaje distinto.
Mas, postuló Kant, el ser humano posee un sentido especial: el sentido común. Este sentido, que forma parte del alma sensible, nos permite, no solo dotar la obra de un significado razonable, sino compartirlo. Todos los hombres de una cultura y una época dadas podemos llegar a estar de acuerdo sobre lo que la obra nos dice -las imágenes que nos evoca y el significado que creemos posee pero que aportamos nosotros, marcados por la época en la que nos hallamos.
La obra no se me impone, sino que me invita a interpretarla. Puedo compartir mis impresiones: éstas no serán extrañas, incomprensibles a mis semejantes.
Dialogo con la obra, la miro, reflexiono sobre ella porque quiero. He decidido, invitado por la obra, a abrir mis sentidos en busca de la que la obra me pueda suscitar. Actúo libremente, como libre soy de compartir impresiones con los demás. La libertad se funda así en una doble acción: mi entrega a la obra (para descifrarla voluntaria, placenteramente) y a los demás con quienes quiero y puedo discutir sobre lo que entiendo que la obra significa, lo que me dice que es, muy posiblemente, lo mismo que otros creen que les dice igualmente. La libertad existe y se pone en práctica cuando dialogo con la obra y con los otros que aceptan dialogar con aquélla. Libertad que me impide imponer mi punto de vista, que me obliga a aceptar ideas o conceptos que no he hallado -o no he querido o podido hallar- pero que acepto, porque todos los puntos de vista son válidos siempre que se ejercen con plena libertad, libres de prejuicios.
Interpretar una obra de arte, como bien nos lo muestra un músico, un actor o un bailarín entregado a la obra -obra que vive gracias al trabajo del intérprete (que vive para la obra)- es, quizá la manifestación más hermosa de la libertad: me permite hallar una verdad en la que creo, verdad que estoy dispuesto a compartir. El arte es lo que se comparte. No pertenece a nadie sino que existe en este ejercicio, a la vez personal y comunitario, de diálogo incesante con la obra.
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