No son las canas, las estradas, las coronillas, las arrugas, la nariz alargada, los labios finos, las manchas en la piel, la creciente sordera, o la vista declinante lo que distingue a quienes son o podrían ser los padres de quienes tienen menos de veinticinco años y aun son estudiantes. Lo que los -nos- separa es el punto de vista.
A los veinte años, el mundo se despliega como un panorama. Todo o casi todo está por explorar. La vista no se detiene. Salta de un motivo a otro. Cualquiera puede dar pie a un estudio. Nada causa temor. No se teme el fracaso. ¿Dónde asentarse?: esta pregunta no tiene sentido: en cualquier parte y en ningún lugar. Asentarse, instalarse no es aun una opción -o un imperativo- vital. Los problemas, las dificultades no existen. Se pensará en ellas cuando aparezcan, y se sortearán, sin duda. Se vive, curiosamente en el presente. El futuro, incierto, es una preocupación paterna o de profesores. La perspectiva amplia la vista, pero impide tomar las medidas de la realidad. El mundo no se enfrenta al joven: parece dejarlo pasar; un mundo siempre lejano y, por tanto, siempre desconocido pero apetecible.
La perspectiva de los adultos se invierte. No miramos al mundo, sino que es ésta el que nos escruta. Nos juzga por lo que hemos hecho y lo que no hemos querido hacer; por nuestras opciones o por nuestra falta de vista. Nuestra visión se encoge. Una parte del mundo se oscurece. Ya no emprendemos casi nada porque sabemos los problemas que la acción conlleva. Eso no -o para qué: tal es nuestro lema. Pensamos en las dificultades, no en lo que podremos descubrir. Somo sabios, tenemos experiencia, no nos hacemos ilusiones, nada nos engaña ni nos sorprende -no queremos sorpresas, ni las buscamos: estamos desengañados. Poco merece un esfuerzo. Prevemos las consecuencias, siempre por debajo de las expectativas: o eso creemos. Nada nos hará cambiar de idea, nada modificará nuestra perspectiva. Demasiadas veces hemos querido mirar otras soluciones y hemos acabado teniendo que desviar la mirada. Y, por tanto, ya no vemos casi nada. Pensamos que somos perspicaces, que podemos anticiparnos a cualquier problema o desliz, es decir, ya no nos dejamos embargar por el mundo. Es como si hubiéramos cerrado los ojos.
El plantearlo de esa forma, como perspectivas diferentes es un buen punto de partida para una mejor comprensión por parte del adulto hacia el joven. Si tenemos lo que ellos todavía no han adquirido imitemos un poco de su valentía para comprenderlos, o simplemente, refresquemos nuestra memoria de aquellos años, ellos no pueden hacerlo, el adulto sí, tengamos la valentía de ponernos en su lugar de perspectiva. Si lo hacemos no cuesta tanto entender la suya.
ResponderEliminarGracias por aportar esta visión tan acertada del tema.
Un saludo
Muchas gracias
EliminarEs muy cierto. podemos aprender mucho de los jóvenes. Su falta de "prejuicios", su mirada amplia, nos enseña a no dar nada por sentado, pese a experiencias previas. Cada encuentro con el mundo es un nuevo encuentro y tendríamos que aprender a dejarnos sorprender. Ocurre que experiencias anteriores nos ponen sobre aviso, en guardia, por lo que no somos plenamente capaces de percibir lo que nos rodea como algo nuevo, o personal, que no tiene porque afectarnos negativamente. E incluso en este caso, se trata de una nueva experiencia.
Gracias por su agudo comentario