sábado, 17 de junio de 2017
Inscripción
Isidore Isou, Col. MACBA, Barcelona
El letrismo fue un "estilo" artístico aparecido entro los años cincuenta y sesenta en Europa. Defendido, entre otros, por el artista rumano nacionalizado francés, Isidore Isou (1925-2007) - seguido por Guy Debord y otros pintores y poetas-, el letrismo partía del presupuesto de la incapacidad -o el agotamiento- de las artes naturalistas para reflejar o traducir la "verdad" de las cosas. Por el contrario, las letras, los signos grafiados, sí podían manifestar lo que las cosas son -su sentido, su razón de ser-, no solo o no tanto por el sentido de las palabras, sino por la forma misma del signo. Las imágenes letristas debían, pues, mirarse antes que leerse pese a estar compuestas de letras o de pictogramas.
Los letristas buscaron en las primeras escrituras modelos a seguir. Sostenían que éstas estaban más cerca de las cosas nombradas. De algún modo, el propio dibujo del signo ya era capaz, casi mágicamente, de evocar la presencia de la cosa así definida. La distancia entre las escrituras alfabéticas -cuya forma es casi gratuita o no responde a ninguna necesidad, no guarda ya relación alguna con lo que define las cosas- y el mundo era menor en los inicios de la escritura. Por este motivo, los letristas se fijaron en los jeroglíficos egipcios, los glifos mayas y los signos cuneiformes mesopotámicos.
Éstos poseían, además, una diferencia sustancial con respecto a otras escrituras "primeras". Nunca se "escribieron" -Mesopotamia no poseyó soportes planos sobre los que pintar o dibujar, como el papiro, el pergamino o la corteza de los códices maya-, sino que se inscribieron. El soporte más habitual, en el Próximo Oriente antiguo, era la tablilla de adobe. Solo se podía redactar con un punzón -un "cuneus", o caña, en latín, afilado- que se adentraba en el adobe, abriendo un surco, y expulsando rebabas que tenían que ser cuidadosamente eliminadas. Posteriormente, la tablilla debía secarse para que los trazos no se borraban durante una manipulación descuidada. Ya habíamos comentado que la escritura cuneiforme no consistía en elementos añadidos o superpuestos sobre un soporte, sino extraídos del mismo. El signo cuneiforme no es un trazo superpuesto sobre un papiro o un pergamino, sino que es una parcela del soporte eliminada: el signo se materializa en negativo. No añade o no se añade, sino que quita; no es una presencia, sino una ausencia.
¿Ausencia de materia? Sí, obviamente. Pero el signo cuneiforme recuerda -o es- una traza. Una tablilla de adobe mesopotámica con un texto recuerda a un yacimiento arqueológico. Las trazas, los surcos parecen evocar la pasada presencia de un elemento que se apoyó sobre la superficie y se retiró, dejando tan solo la huella de su presencia, como una huella en la arena o en barro. De este modo, el signo cuneiforme resulta de la reciente presencia de las cosas nombradas, de las que queda un eco visible. El signo cuneiforme no resulta de un trazado convencional o gratuito, sino que manifiesta que las cosas nombradas estuvieron allí mismo. El signo cuneiforme es muy próximo a lo que nombra. Si la cosa se materializa la escritura desaparecería, pues la cosa se apoyaría de nuevo sobre las trazas que en su primera manifestación dejó inscritas.
Si el arte tiene que ser capaz de manifestar la "verdad" de las cosas, su presencia "verdadera", lo que son, y no tan solo una ilusión, el signo cuneiforme es el trazado más adecuado para recordar las cosas, para visualizarlas de inmediato como si todavía estuvieran ante nosotros. La trabajosa inscripción del signo cuneiforme en una tablilla tiene la virtud de alertar y traer ante nosotros lo que designa. El mundo cabe en una tablilla. Todas las cosas pasadas y presentes pueden ser traídas a colación tan solo inscribiendo signos, borrándolos -la arcilla húmeda presenta la ventaja que permite correcciones y eliminaciones- e inscribiendo signos nuevos.
Una tarea tan solo al alcance de visionarios y poetas como los escribanos de la antigüedad -y los artistas letristas.
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