La pesadilla de los padres del siglo XX se ha solucionado de manera inesperada.
Los hijos mayores de edad no se iban de casa. La razón no eran tanto económica -la crisis que asola desde 2006 no se había manifestado aun- cuanto de comodidad: comida en la mesa, ropa limpia y planchada y, a menudo, autorización para que la pareja durmiera a casa (siempre que no interfiriera con la vida familiar). La casa, por otra parte, quedaba libre los fines de semana. Los padres avisaban de su llegada los domingos por la noche, a tiempo para que los hijos pudieran limpiar y ordenar el espacio.
Hoy, sin embargo, el progenitor -casi siempre la madre- que se quedó en casa con los hijos, tras la partida del padre (para constituir un nuevo hogar a veces con una pareja ya con hijos), es quien se va -a vivir con su nueva pareja. En casa, en el domicilio familiar, quedar lo hijos mayores. De pronto, disponen de un piso entero. Toda la casa es suya. Ya no existe ningún control familiar.
Pero descubren que la casa, en verdad, no es su casa: refleja los gustos y costumbres de los padres, o de un núcleo familiar (que incluía a hijos pequeños o adolescentes) que ya no existe. Bien podrían hacerse con la casa, transformarla, adaptarla a sus gustos y necesidades. un espacio tópicamente entregado a la fiesta. Pero no ocurre. La casa queda como un extraño santuario, casi siempre en perfecto estado, pero que va envejeciendo. Se cierran, ya no se usan habitaciones, el comedor o el salón son demasiado grandes. Están amueblados con enseres, que pueden ser modernos, pero que de otra época, incluso reciente: están gastados y ya no se gastan: como si el tiempo ya no les afectara, y lentamente se apergaminaran. La televisión ya no es necesaria. Seguramente tampoco algunos sillones, y la mesa del comedor. Pero no se mueven. Los hijos parecen habitar una casa fantasmagórica, que no les refleja, pero que no modifican. Es como si vivieran de prestado, en un lugar que no les pertenece. Se refieren a "su" casa, ciertamente, pero añaden que es la casa "de la mamá" -tal como la dejó la madre cuando partió a rehacer su vida.
En ocasiones, el progenitor regresa, tiene que regresar -por motivos laborables, económicos, sentimentales. Regresa a lo que parecía ser su casa, pero ya no lo es. No "recupera" necesariamente" su dormitorio: puede acabar durmiendo en un sofá-cama. La casa, de pronto, ya no es de nadie. Y, sin embargo, por un tiempo, la unidad familiar parcialmente se restaura, en un lugar en el que nadie se siente verdaderamente cómodo. Un espacio que se ha vuelto un extraño.
Es en este momento cuando los hijos deciden partir del hogar, convertido en un "no-hogar", al que solo volverán, para ponerlo en venta, con la herencia.
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