Dejando de lado las distintas funciones o finalidades, y los procedimientos seguidos para la producción del objeto, una diferencia entre la imagen occidental posterior al siglo XVIII e imágenes occidentales anteriores y a imágenes de otras culturas, reside en el conocimiento del nombre del autor y de la importancia concedida a aquél.
Saber quién ha realizado una obra determina o condiciona, amén del precio de una obra, el valor que se concede a ésta. La lectura del nombre de un artista conocido y reputado puede modificar la impresión de una obra plástica, arquitectónica, literaria o musical. La ciudad de París aun paga el error del jurado del concurso de la nueva ópera, en los años ochenta, cuando otorgó el primer premio a una obra mediocre -construida con dificultades- creyendo que se trataba de una obra menor de un arquitecto respetado (Meier) que podría mejorar sustancialmente el edificio cuando el proyecto final. Esa decisión errónea se fundamentó en el parecido estilístico entre la obra ganadora y una del admirado arquitecto.
Las nuevas atribuciones de obras causan dolores de cabeza a los museos. La "descalificación" del Coloso, hasta entonces considerada una obra maestra de Goya y atribuida recientemente a un seguidor de este artista, provocó pérdidas al museo del prado: el aprecio de nuevo autor del cuadro no era comparable al de Goya. En una visita reciente al Museo de Bellas Artes de Kassel, mi admiración por un extraordinario -y desconocido para mí- retrato femenina de Rembrandt, disminuyó mucho cuando la lectura de la cartela en alemán indicada que se trataba de una obra de taller. Cualquier exposición de arte necesita "nombres". Recuerdo aún las sorprendentes -pero en el fondo lógicas- exigencias del autodenominado "Consejo de Sabios" de los "contenidos" del Forum 2004 de Barcelona, y por tanto de una exposición de arte en la que trabajaba: lo que contaba, lo que determinaría que la exposición atrajera los veinte mil visitantes diarios que los responsables del Fórum esperaban y exigían -algo no solo imposible sino contraproducente para el cuidado de las obras y los visitantes-, era el "número" "de" Rembrandt(s) y de Velázquez, y el rechazo de obras menores, es decir, de obras de autores "menores".
La inexistencia de firmas en obras antiguas o en culturas no occidentales ha llevado a historiadores, desde principios del siglo XIX, a crear cuerpos de obra de un mismo artista, dándole un nombre convencional: El Pintor de Berlín, El Pintor de Amasis, o El Pintor de Aquiles, son nombres atribuidos por los historiadores de la cerámica griega antigua a los autores de un cierto número de vasijas pintadas -o de la pintura en cerámicas- con unos mismos rasgos estilísticos -al menos a los ojos del historiador. Dado que el arte occidental, al menos desde el Renacimiento, ha sido a menudo juzgado superior al de otras culturas, precisamente por el conocimiento de sus autores, considerados a veces como genios, historiadores de culturas no occidentales, recientemente, tratan de establecer la autoría de, por ejemplo, escultores de estatuas o fetiches de determinadas culturas del África central, presentados como artistas capaces de imponer una visión personal, reconocidos y admirados por los demás miembros de las tribus o clanes a los que pertenecían.
No existen obras anónimas: existen obras cuyo autor o autores son desconocidos. Eso no significa que la autoría no fuera reconocida antes del siglo XVIII en Occidente -ni en otras culturas. Solo significa que la noción de autoría ha cambiado. Para nosotros, un autor, en artes plásticas, al menos, es el ideador de una obra, es quién se responsabiliza del resultado final -haya ejecutado físicamente o no la obra. De todos modos, esta consideración es anterior, aunque con matices, al Siglo de las Luces: quienes firmaban obras (pictóricas, escultóricas, arquitectónicas, posiblemente teatrales), encargadas a talleres pero no a autores individuales -que no existían pues todo artista tenía que trabajar en un taller, propio o ajeno, reconocido por un gremio-, realizadas por miembros del taller, con o sin la intervención del responsable del mismo, pero reconocidas, firmadas por éste. Es así como Rafael, El greco, Zurbarán o Rubens pudieron llevar a cabo tantos encargos y tan voluminosos. Su trabajo no consistía siempre en la realización de un boceto sino a veces en el simple reconocimiento y en la aceptación de la obra colectiva llevada a cabo por los ayudantes y aprendices.
Tratados sobre arte latinos enumeran innumerables artistas (pintores, escultores, arquitectos, etc.). Los propios textos griegos llegados a nosotros también mencionan a varios artistas, a veces imaginarios o míticos, como Dédalo. Egipto y Mesopotamia no silenciaba a autores, como tampoco lo hacían los tratados de arquitectura hindúes que se remontan al tercer milenio aC.
Sin embargo, existía una diferencia entre las nociones de autoría antigua o tradicional, y moderna. Los autores antiguos no eran necesariamente quienes habían realizado ni siquiera ideado la obra -como ocurre en occidente desde el siglo XVIII o, al menos, desde finales de la Edad Media o el Renacimiento. Las obras se atribuían a quienes podrían haberlas llevado a cabo. Nombres prestigiosos y a menudo míticos eran invocados ante obras maestras. El mítico Dédalo era considerado el autor de numerosas esculturas que, según los historiadores antiguos, parecían vivas, dispuestas a animarse. Del mismo modo, los cuatro evangelios no son la obra de Marcos, Mateo, Lucas y Juan -que quizá ni siquiera existieron- sino de pequeñas comunidades de finales del siglo I y de principios del s. II, que, ante la belleza y elevación moral de los textos consideraban que solo podían atribuirse a estos apóstoles, como si éstos hubieran inspirados a los escribas. Del mismo modo que, hoy, algunos historiadores emiten hipótesis acerca de la verdadera autoría de una obra ante la belleza o perfección de la misma -considerada la obra de un maestro-, los historiadores antiguos obviaban los autores materiales de una obra en favor de quienes las podrían haber inspirado -o de quienes creían las habían inspirado-, siendo estas figuras, a menudo, autores imaginarios -tales como los dioses y los héroes de las artes (Atenea, Apolo, Dédalo, etc., en Grecia; Ptah en Egipto, Enki en Mesopotamia, o patriarcas antediluvianos, enteramente imaginarios, como Enoch en el mundo hebreo, figuras bíblicas como Adán, o del Nuevo Testamento como María Magdalena, María o los apóstoles en el mundo del cristianismo primitivo.
De algún modo, la no aceptación del anonimato, la necesidad de poseer nombres y de atribuirles las obras que más nos gustan debe de responder a nuestra necesidad de aseguraros modelos y maneras de hacer y pensar que nos guíen, aunque sea ilusoriamente.
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