El filósofo Ortega y Gasset escribía que el Renacimiento aportó un cambio radical en la consideración del obrar humano: por vez primera se distinguió el hacedor (el artesano) del proyectista (el ideador). Podríamos añadir, el estatuto y la consideración de éste último creció mientras los del artesano fueron de caída. Los grandes arquitectos renacentistas fueron sobre todo tratadistas -si bien construyeron también, pero casi como una demostración para los iletrados o los dubitativos de la bondad de la teoría.
El siglo XVIII, a su vez, en Occidente, cuenta Ortega, trajo una segunda diferenciación: hasta entonces existían útiles o instrumentos, objetos que ayudaban, amplificaban o mejoraban el gesto del ser humano con el fin de producir un ente. Los útiles estaban al servicio del hombre. Se adaptaban a sus necesidades, sus aptitudes y sus limitaciones. Un martillo no podía pesar demasiado ni tener un mango que no se pudiera agarrar. La máquina, en cambio, no solo sustituyó al instrumento, sino que cambió la finalidad del utensilio y la relación de éste con el hombre. Un útil no produce nada: solo colabora en la producción, mejorando las prestaciones humanas. El hombre (el artesano) es el responsable del producto. La máquina, en cambio, ejecuta el producto, sin la necesidad del hombre. Suple el trabajo de éste. Si algo brinda una ayuda no es el artefacto sino el hombre. La máquina solo requiere que alguien la ponga en marcha y, de tanto en tanto, verifique que el calibrado sea correcto, que la máquina funciona correctamente. El hombre es el utensilio de la máquina que ayuda a que ésta trabaje mejor.
Hoy todo puede hacerse. Como comentaba Ortega, gracias a las máquinas, los sueños más disparatados son posibles, o al menos son imaginables. Solo hace falta una máquina adecuada. Llegará el día en que ésta pueda ser posible, dando forma a todos los sueños o pesadillas.
La arquitectura tiene una serie de limitaciones. En principio, los edificios requieren estar posados o anclados en una superficie. No existen casas voladoras -aunque sí estaciones espaciales. La gravedad exige que se desestimen ciertas soluciones formales y estructurales. Edificios de grandes arquitectos, ayer y hoy, se han derrumbado por haber forzado la lógica constructiva.
Pero se pueden emplear casi todos los materiales: piedra, barro, vidrio, hierro, aire, agua. Es posible recurrir a los cuatro elementos místicos que constituyen la materia. Lo solido, lo opaco, lo permanente o perdurable ya no son las características que debe poseen un material constructivo.
Del mismo modo, casi cualquier forma puede ser edificada. Se requiere un ingeniero dotado, tiempo y dinero. Voladizos al límite, alturas que superan la de las montañas y las nubes, planos inclinados ante los que se retiene la respiración, materiales blandos, casi todo -con casi todo- se puede construir. Construir ya no es un reto. El arquitecto no se enfrenta a un problema que se planta ante él, y del que saldrá victorioso, es decir edificado, o derrotado. Los arquitectos medievales se jugaban no solo el prestigio, sino la vida. Un paso en falso, un error de cálculo, una forma equivocada, y el mundo que habían elaborado caía llevándoselos por delante. El forzar los límites de lo que es posible decir o hacer no es propio solamente de artistas contemporáneos. La mayoría de los arquitectos antiguos se encaraban con la fortuna. A veces incluso se volvían a poner en pie, más sabios, quizá más prudentes -siendo la prudencia la virtud del sabio que sabe que debe arriesgar (para conocer sus límites que lo vuelven sabio) pero no huir de los problemas-, como los constructores de la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla, cuya primera cúpula, más pequeña que la que volvieron a levantar, se hundió.
Pero si la construcción es una cuestión técnica que las máquinas resuelven, la edificación pierde su cualidad moral. Ya no se enfrenta a los condicionantes y la articulación de las formas, los materiales ya no constituyen un obstáculo que deberá sortear. Curiosamente, la edificación se convierte en un procedimiento mecánico que nada aporta a la formación, a la edificación personal. La máquina, en quien se confía ciegamente, impide ver y valorar los problemas -son constantes los proyectos cuya estructura resuelve el calculista que debe modificar el proyecto porque éste no ha tenido en cuenta cómo se debe construir, precisamente porque se piensa, quizá con razón, que todo es posible: solo hace falta hallar la máquina adecuada-.
Edificar deja de ser un símbolo de la formación personal. El arquitecto ya no es un sabio. Su edificación ya no depende de su obrar. Las formas que erige no revelan cómo se sitúa en el mundo, como toma conciencia de quien es. El arquitecto se convierte en un peón al servicio de la máquina a la que alimenta con proyectos que aquélla materializa, sin que el proceso tenga sentido para nadie, sin que nada signifique
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