El concepto de arte total fue definido a mitad del siglo XIX en Occidente para calificar el espectáculo operístico y, concretamente, la ópera de Wagner. Según esta concepción, una obra de arte total no se limitaba a un género artístico sino que los incluía a todos: música, teatro, danza, pintura, escultura...., y la percepción sensible de la obra activaba todos los sentidos y no solo el sentido de la vista o del oído.
La gran sumeróloga Irene Winter, en una de las ponencias más importantes sobre estética mesopotámica de los últimos tiempos, expuesta en el congreso de la ASOR en Boston, ha analizado la manera cómo se presenta y se juzga el arte mesopotámico.
La mayoría de las obras, procedentes de yacimientos arqueológicos -de contextos funerarios, religiosos o domésticos, urbanos o agrícolas- se extraen, se restauran y se exponen fuera de contexto. Sin embargo estas obras -esculturas, relieves, artes decorativas- no fueron concebidas ni presentadas de manera aislada. Formaban parte, casi como elementos de instalaciones contemporáneas, de conjuntos, y se utilizaban en rituales.
Irene Winter ha comparado lo que podemos saber del uso de las obras mesopotámicas -a través de representaciones plásticas y textuales y de su posición en contextos arqueológicos- con el uso de objetos, hoy, en cultos politeístas como el hindú, y monoteístas como el cristiano, en la Edad Media -y, podríamos añadir, incluso hoy en día.
Las estatuas, los objetos decorativos -litúrgicos: vasijas, lámparas, utensilios, etc.-, la arquitectura formaban una unidad. Una escultura representaba a una divinidad o a un ser humano (un orante) representado por la escultura (un doble, un fetiche) depositada en el templo. La escultura, que se percibía con la vista, cobraba vida cuando era vestida y alimentada. Los sentidos del tacto y del olfato, también apelado por perfumes, jugaban un papel esencial en la percepción, en la comprensión del sentido de la estatua, de su papel, de su función e importancia. Las luces -los colores activados por velas, por rayos lumínicos perfectamente conducidos hacia el interior de los santuarios, también activaban las imágenes y, por tanto, la percepción de las mismas. Éstas, con los ojos bien abiertos, mediaban entre el mundo visible y el invisible. Las estatuas eran paseadas en procesiones. El sentido del movimiento también contribuía a otorgar sentido a las imágenes. Los humanos trataban de tocarla. El verdadero contacto no era solo o tanto visual cuanto físico -como aun hoy se descubre en templos cristianos pero también en museos: la arqueóloga e historiadora de las religiones Maria Grazia Masetti explicaba ayer como los visitantes del Louvre sienten la necesidad de tocar el monolito negro de la estela de Hammurabi con el primer texto legal de la historia (o uno de los primeros), como si necesitara entrar en íntimo contacto con la expresión textual y sensible de lo que es el origen de la justicia humana-.
Los cantos, el recitado de himnos, también contribuían a crear la atmósfera adecuada para poder entender el sentido de las obras, obras que comunicaban el sentido que poseían, la razón que encerraban, que justificara su creación y su contemplación o su uso: la mediación con el mundo invisible, que se descubría a través del conocimiento sensible obtenido por la coordinación de las distintas percepciones sensibles aportadas por los cinco sentidos, un conocimiento que puede calificarse de estético, tal como lo definió la naciente teoría del arte a finales del siglo XVIII, una definición que bien puede aplicarse a la comprensión del arte litúrgico en cualquier cultura y, en particular, del arte en general en culturas antiguas como la mesopotamica
Desde luego, la ponencia de Irene Winter puede cambiar la percepción, la comprensión, e incluso la exhibición del arte mesopotámica.
una de las aportaciones recientes más importantes.
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