La música humana tiene un modelo sobrenatural. La armonia es una proyección de la música de las esferas. Las reguladas y rítmicas órbitas de cada uno de los cuerpos siderales bien ubicados provocaban sonidos en los que no cabía disonancia alguna.
Esta música, que daba cuenta de la perfección del cosmos (que actuaba de caja de resonancia), y que provenía de la vibración de las órbitas cuando entraban en juego, se proyectaba en la tierra, materializándose en el ritmo regular de las proporciones arquitectónicas de templos y palacios que daban cuenta de la musicalidad del cosmos al tiempo que velaban por él.
La relación entre música y arquitectura, estrecha en la Grecia antigua y ejemplificada por la figura decApolo, dios de la música y la poesía (del canto, en verdad), y de la arquitectura -pero también, por su tardía asociación con el sol, de la justicia, que vela por el buen orden en la tierra y en el cielo-, ya existía en Mesopotamia.
Enki (Ea, en acadio) era el dios de las técnicas edilicias. Proyectaba y construía: hincaba sobre todo los cimientos, los fundamentos de las obras. Ayudaba también a reyes cuando fundaban templos, según cuentan las crónicas reales. Su obra maestra era su propio templo ubicado sobre las aguas de los orígenes (una diosa madre primordial que rompía aguas con cada nacimiento de un nuevo dios principal, el dios del cielo, por ejemplo, que pronto sería su esposo pese a ser su hijo) en los que había nacido y en cuyo seno moraba.
Las aguas pertenecían pues a Enki. Su templo, su palacio estaban sobre o dentro de las aguas -aguas que correspondían a su semen fecundante.
Las aguas jugaban un papel fundamental en las ordalias. Este ritual servía para conocer la verdad, limpiar las faltas o ponerlas en evidencia como también las desvelaban todas las superficies brillantes. Las imágenes que revelaban la verdad ascendían a la superficie o se posaban sobre ella. Pero la verdad debía ser invocada. Solo el dios que ejercía su dominio sobre las aguas podía lograr que éstas aclararan la situación. El ritual exigía un encantamiento y una incantación.
Enki, por tanto, cantaba las palabras adecuadas. Fue el primer dios que cantó. Sabía hallar el tono adecuado para que las aguas se abrieran y soltaran la verdad. El canto, el conjuro cantado, el cántico hipnótico vencía todas las resistencias. Las aguas dulcificadas contaban, en su discurrir, lo que se quería saber.
Por eso, también en Mesopotamia, el dios de la arquitectura, Enki o Ea, era también el dios de la música, el inventor de la misma. Música que también se asociaba a la verdad, al orden, al ordenamiento, a los y las órdenes.
Esta es quizá la aportación más sugerente de la exposición sobre música antigua que el Museo del Louvre ha organizado en su sede de Lens (norte de Francia) y que a finales de enero podría verse en Caixaforum de Barcelona.
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