Nietzsche aceptó este postulado renacentista. Pero le dio la vuelta. La obra de arte ya no estaría enfocada hacia el mundo, para desvelar recónditos aspectos -o aspectos obvios pero que escapan a nuestra observación- sino hacia nosotros. Lo que la obra de arte mostraría sería no el mundo exterior, sino interior. Pondría de manifiesto, ciertamente, realidades inconcebibles o invisibles. Seguiría siendo un medio para exponer lo que no se ve ni se piensa o imagina. Mas esta realidad se compondría de los juicios, los prejuicios, los esquemas, las limitaciones con los que abordamos la comprensión o percepción del mundo. Mas que un retrato del mundo exterior, la obra de arte sería un espejo en el que nos miraríamos, sería un autorretrato. La obra de arte nos ayudaría a ser conscientes que el mundo que percibimos es una creación nuestra. Vemos lo que podemos ver de la manera cómo lo podemos ver. La obra de arte nos hace ver los filtros con los que captamos el mundo, filtros que seleccionan, distorsionan y organizan la imagen del mundo que nos llega. La obra de arte no muestra el tiempo sino el humor, nuestro humor que condiciona nuestra percepción del mundo, pero también la activa, pues sin el deseo de entrar en contacto con él, no seríamos capaces de descubrirlo ni de revelarlo. La obra de arte es la imagen de un deseo de conectar con el mundo, no del mundo con el que conectamos. En verdad, esta concepción del arte atiende, literalmente, a cómo los artistas renacentistas reproducían el mundo: a través de unos esquemas que habían determinado. La diferencia es que dichos artistas creían que estos esquemas geométricos correspondían con la estructura del mundo. Nietzsche no se hizo ilusiones, en cambio. Los esquemas son nuestros. Nada tienen que ver con los del mundo -esquemas de los que carece, en verdad. Solo podemos descubrir el mundo a través de la manera cómo lo ordenan, lo configuran. El mundo se muestra tal como queremos, tal como podemos verlo. Fuera de nuestra visión, no existe o está fuera de nuestro alcance.
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