domingo, 4 de noviembre de 2018
Decapitación (La decapitación en el arte. o la Santa Faz)
Ante la imagen horrenda de un decapitado, muerte doble por la pérdida de la cabeza -o del cuerpo-, amén de la vida, rostro deformado por el dolor, con los ojos cerrados o ciegos, se contrapone la testa serena de la crística Santa Faz que abre bien los ojos y nos mira. Y, sin embargo, el Vera Icon, el prototipo de todo retrato, es también una cabeza decapitada, una cabeza sin cuerpo, que se exhibe frontalmente, pero que acoge a quien se ve reflejado en sus ojos, y redime a quien se pierde en su mirada, a quien se “ve” atrapado por ella, quizá, precisamente porque al haber sido decapitada, al “verse” privada del cuerpo, la Santa Faz concentra su vida y su poder influyente en su mirada.
Es posible que la decapitación de las estatuas, común en todas las culturas y las épocas, refuerce paradójicamente su capacidad de trastocarnos, elevarnos o hundirnos. Al prescindir del cuerpo, reforzaríamos el poder de la mirada. Las cabezas decapitadas en algunas culturas “primitivas” y antiguas -como los Galos que suspendían las testas sesgadas de los enemigos en lo alto de las empalizadas, tanto para manifestar su propia fuerza como la fuerza de las cabezas, capaces de ahuyentar a todos los males a cause de su horrendo aspecto-, como los delicados medallones clásicos y victorianos que se portaban sobre el pecho, exhiben nuestro poder: la cabeza está a nuestra merced, pero también exhibe el poder de la cabeza, del rostro sin cuerpo: nos cuidamos portándolo como un amuleto a fin que, como la cabeza decapitada de la Gorgona, nos proteja del mal de ojo ajeno.
La estatua de Saddam Hussein, que presidía la plaza Tahir en el centro de Bagdad, derribada y arrastrada cuando la caída del dictador (ambas caídas se apoyan mutuamente), era grotesca. Sin embargo, de su testa ahora ya decapitada, hoy en las reservas del Museo Nacional de Iraq, emanaba tal fuerza que obligaba a desviar la mirada. Era un objeto -o un ser- tabú, intocable: la estatua nunca hubiera tenido la fuerza que había adquirido si no hubiera sido decapitada, nunca nos habríamos fijado tanto en la estatua ecuestre de Franco (asolada y destripada por paseantes enloquecidos a la vista de la efigie) y nunca la hubiéramos temido tanto, nunca nos hubiera provocado tanto, haciéndonos perder la cabeza, si no la hubiera perdido. Y, desde su escondrijo ignoto, la cabeza decapitada de Franco nos reta aún más e incesantemente. Ahora sí que se impone. Y da miedo (encontrársela de cara).
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