La desfiguración es la alteración de la figura, casi siempre del rostro. Dicha intervención, voluntaria o involuntaria afea la superficie. Modifica los rasgos de manera desacompasada, cuya conjunción pierde armonía. En casos de extrema desfiguración, la figura pierde el parecido y se vuelve irreconocible, se vuelve "otro". "Je suis un autre" diría una persona; es decir, ya no soy una persona. Aquélla se convierte en otro ente u otra persona, pese a que, supuestamente, el cambio solo afecte a la superficie.
Esta alteración de los rasgos característicos, este daño que afecta a una persona, se produce por una intervención desafortunada o un acto intencionado que tiene como fin borrar tanto lo que constituye una figura o un rostro, atentar intensamente contra éste, que la persona ya no sea la misma, y todos la rehuyan hasta que aquélla se recluye y desaparezca. La afectación es tan severa que la persona pierde todo contacto. Se convierte -como Edipo que se arancó los ojos- en una figura que nadie quiere y puede ver, y que todos evitan como si fuera un apestado. Deja de forma parte de una comunidad. Se vuelve un chivo expiatorio sobre el que recaen todos los males, todas las culpas. Su presencia daña a una comunidad que lo excluye o lo encierra.
La desfiguración también se ceba en las figuras artísticas. El rostro de una figura pintada o esculpida sufre un atentado que deja huellas indelebles y , quizá, irreparables. Marcas que son profundos cortes, mutilaciones, rascados, rehundidos que desdibujan los rasgos que se diluyen, se pierden. La desfiguración enmascara a una figura. Su rostro se convierte en una herida abierta, como si una segunda faz escondiera el rostro original, verdadero, ocultación que no puede ser desvelada o levantada. Desde entonces, la figura se mostrará con este rostro salvajemente descompuesto.
Desfigurar y enmascarar son pues acciones que afectan al rostro a fin de disimularlo, ocultarlo. La máscara puede ser levantada, la desfiguración, en cambio, no siempre puede ser reparada, rectificada. Posiblemente queden marcas para siempre.
Pero los fines y las consecuencias de ambas acciones son similares. Máscara es una palabra que procede, posiblemente, del árabe al-maskh que significa metamorfosis: ésta conlleva un cambio profundo, no necesariamente visible. La figura o la persona, en apariencia, sigue siendo la misma; su naturaleza, que la apariencia oculta o no revela, en cambio, se ha alterado hasta tal punto que la figura es "otra" persona, en cuanto se manifiesta o actúa. La metamorfosis desnaturaliza, pues. Una persona deja de ser "una persona" para convertirse, en este caso, en un animal o un monstruo. O una cosa desanimada o inanimada: una persona que ha perdido el alma; desalmada. Por tanto inquietante o temible. Una figura que da miedo ( de volverse como ella). Este comentario no es gratuito: al-maskh se refiere siempre a metamorfosis degradantes: se aplica a humanos convertidos en cerdos, en bestias.
Cabría mencionar otra posible etimología, no reñida con la anterior, de la palabra máscara. Ésta provendría del latín tardío, medieval, masca o mascha, que significa aparición o espectro -es decir, una figura que solo es una cara sin profundidad, una mera apariencia que simula ser una persona que persigue ocultos o negros fines-, emparentado con el verbo mascar: los espectros son come-niños.
En todos los casos, la desfiguración conlleva una ocultación de la naturaleza propia, o una desnaturalización. La afectación no es superficial; no se trata de una mera trastocación de los rasgos sino que el cambio profundo acontece en profundidad, y afecta lo que uno es, no como se muestra. Los rasgos, incluso, pueden no haber variado, pero el daño, el cambio, no puede ser reparado o anulado, pues afecta sustancialmente, afecta lo que constituye o define lo que una persona es: su naturaleza o personalidad -pese a que la persona o figura no haya quedado tocada.
La desfiguración que los iconoclastas practican no buscan solo afear las imágenes. Bien es cierto que el afeamiento puede provocar repulsión. Ante una faz herida o hiriente nos apartamos; nadie puede encararse con un rostro que exhibe el daño recibido. Pero lo que la desfiguración persigue es un cambio tal que la figura se vuelve irreconocible, impidiendo cualquier movimiento en favor de ésta, cualquier proyección. Ya no es un espejo en el que nos miramos. La figura ya no es como nosotros. Se vuelve extraña, se convierte en un extraño que, más que miedo suscita desinterés, desafección. Ya nadie la mira porque lo que se descubre es un rostro o una figura enigmática en la que nadie se reconoce. La figura ya no muestra nada que nos pueda mover.
El arte, en este momento, cuando nos deja indiferentes -y provoca, en todo caso, cierto hastío o cansancio ante su carácter incomprensible-, ha muerto. La desfiguración ha logrado su objetivo. Que nos apartemos de las figuras porque nada pueden decirnos.
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