El arte imitativo (dibujado, grabado, pintado, esculpido, fotografiado o filmado) produce o reproduce una imagen visual o plástico de seres, enseres y motivos cercanos, que el artista tiene ante los ojos. La imagen se dispone de tal modo que el espectador -al menos quien está familiarizado con este tipo de representación o convención- es capaz de reconocer lo que se representa. La imagen es un espejo que devuelve, de manera más o menos perfecta -mejorada o distorsionada- la imagen de lo que se representa.
No siempre es necesario que la imagen muestre seres o enseres existentes o cercanos. Dioses, héroes, monstruos no existen o nadie los ha visto "realmente", salvo en sueños o en trance. Pero incluso si los ha contemplado, es muy probable que la visión haya sido fugaz. El ser que se ha mostrado no está siempre allí, mostrándose visible, materialmente. La imagen, sin embargo, debe reflejar a un ser convincente o creíble, a un ser que podríamos reconocer si lo tuviéramos delante. Éste, por tanto, se representa mediante la yuxtaposición de elementos o partes identificables. Por extraños que sean, los monstruos, los seres fantásticos tienen cabeza, cuerpo y miembros. En caso contrario, no lograríamos identificar qué muestra la imagen.
Los teóricos o teólogos de la imagen, en occidente, se han enfrentado a un problema. Existen innumerables imágenes de la corte celestial cristiano: el Padre, el Hijo, la madre de Dios, santos, profetas, ángeles, etc. Todas estas imágenes ofrecen una imagen "verdadera", reconocible, de quien es representado o retratado: un hombre o una mujer, dotado de atributos que denotan su condición sobrenatural -pero también humana en el caso del Hijo de Dios. Pero ninguna de estas imágenes se parece. Los rostros, los cuerpos varían de una imagen a otra. Estas imágenes quieren ser "verdaderos" retratos, pero se diría que la figura celestial representada tienen un sinfín de caras -o se parece a , o se confunde con, una persona (que ha servido de modelo), por idealizada que ésta haya sido retratada o proyectada.
El problema es complejo. Si un ser presenta tantas caras, o es un monstruo (que quizá no deba o pueda ser representado, ya que la imagen solo retratará una de sus caras, ofreciendo pues una imagen imperfecta o mutilada), o no existe. Su imagen es fruto de la imaginación o del gusto del artista.
El problema se acrecienta toda vez que, en algunos casos -santos, profetas, la Virgen María, Jesús- los modelos vivieron en la tierra pero ya no están. Es imposible, por tanto, ofrecer una imagen convincente, tomada del "natural". La pose de la imagen no responde a ningún posado. Ésta no puede basarse en un rostro visible, no puede ser luego contrastada, comparada con la persona cuya imagen se ha reproducido.
Los teólogos hallaron una solución, en el caso de Jesús. Éste ya no está entre los hombres -en tanto que hombre era mortal-, pero dejó testimonios gráficos de su presencia, como, por ejemplo, su faz inscrita mágicamente en un paño, utilizada como prototipo de cualquier retrato divino. El problema, empero, persiste -y nada tiene que ver con la inexistencia de este retrato modélico, toda vez que se creía o se cree en su existencia-. El pintor debía -o debe, aún, en el arte ortodoxo- pintar, no la efigie de Jesús, sino reproducir su imagen paradigmática, es decir, reproducir la imagen inscrita en el supuesto Velo de la Verónica. Las variaciones en los retratos, el hecho que Jesús no tuviera nunca la misma cara, fueron justificadas por la impericia, la incapacidad del retratista de captar y reproducir con exactitud los rasgos impresos en el mágico velo, rasgos que, puesto que se habían inscrito sin intervención humana alguna, sí reproducían a la perfección los rasgos del rostro de Jesús.
Esta explicación podía ser convincente. Pero convertía a todo el arte religioso en algo imperfecto. Arte humano, sin duda, y por tanto, lejos de la perfección humana, mas, en este caso, ¿podían esas imágenes ilustrar sobre la imagen, la presencia del Hijo de Dios? ¿No era mejor obviarlas, evitarlas, condenarlas, incluso? La condena de la imagen religiosa era problemática, porque contravenía una acción del Hijo de Dios que debía ser repetida: éste ofreció su imagen impresa para ser reproducida, perfecta o imperfectamente. Además, el Hijo de Dios se presentaba a sí mismo, como una imagen. Era una imagen, una imagen de su Padre. Los rasgos de éste estaban inscritos en el rostro de su hijo, como los de la faz del hijo se inscribieron en la Santa Faz en el velo de la Verónica. Por tanto, condenar las imágenes por ser una transcripción imperfecta del rostro de Jesús que pudiera llevar a confusión, implicaría negar la encarnación, el que el Hijo de Dios se hizo hombre y, por tanto, como cualquier ser humano, podía ser retratado, en una imagen perfectamente reconocible.
El dilema, el problema, no fue resuelto, o se cerró de un modo curioso, aunque lógico. Toda y cada una de las imágenes pintadas ofrecían una imagen verdadera del rostro de Jesús, independientemente del hecho que cada imagen fuera distinta. Esto no significaba que Jesús hubiera tenido múltiples rostros, ni que el pintor fuera inexperto o torpe. Significaba que en aquel momento, en aquél lugar, éste era el rostro de Cristo, y este rostro no era una careta o una imagen parcial. Era el rostro que Jesús revelaba allí. ¿Por qué ofrecía rostros distintos? La pregunta no tenía una respuesta lógica, pues la lógica se calla ante un misterio. La lógica causal no reina en el mundo de lo sagrado, del mito. Del mismo modo que no existe contradicción alguna en dos afirmaciones aparentemente contrapuestas (contrapuestas desde la lógica profana) como las que sostienen que, por un lado, el mundo tiene un único centro, y por otro lado, que cada templo o santuario es el centro del mundo, tampoco es contradictorio sostener que cada icono o imagen ofrece la verdadera y única efigie de Jesús, pese a que cada imagen es distinta. Por otra parte, la cambiante faz de Jesús en los innumerables retratos que se han pintado denotan, precisamente, su doble naturaleza: humana, porque se le puede retratar, y divina, porque su retrato es siempre cambiante, es decir no constreñido, limitado en o por una forma determinada.
El icono es un misterio que revela la complejidad de la imagen y de nuestra torturada relación con ella.
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