La concepción de creación humana como un medio educativo o mágico, para conformar mentes y transmitir ideas y creencias, para condicionar la vida o para incidir directamente en personas y comunidades, favoreciéndolas o dañándolas a través de efigies y encantamientos, llegó -temporalmente a su fin- gracias al filósofo Emanuel Kant, a mediados del siglo XVIII. Una concepción que se remontaba al neolítico, quizá, dejó de ser de recibo.
A partir de entonces, la obra de arte ya no fue un instrumento servil, dotado de una función claramente enunciada: un instrumento de poder a través de imágenes y de rituales.
Ya no se pudo saber porqué las obras existían, ni a qué respondían. Tenían sentido, sin duda; no eran el fruto de una decisión y una acción caprichosas; no eran entes decorativos o gratuitos. Respondían a una necesidad o una motivación, mas ésta ya no se sabía. Atendían a un fin que no estaba indicado, que no se sabía ni se podía saber. La obra de arte tenía entidad y entereza. Contenía un mensaje, traducido plásticamente, pero no se alzaba para comunicarlo. Su razón de ser iba más allá de la mera educación o el condicionamiento. La obra era, en parte, enigmática. Se intuía que podía ilustrarnos, aunque no se sabía sobre qué ni cómo. Por otra parte, nadie estaba obligado a atender a los mensajes y las formas de la obra de arte. Su escucha o lectura ya no era de obligado cumplimiento. La obra no nos ordena nada.
La relación entre la obra y el espectador es educada. Ambos se mantienen a distancia, sin ser distantes; dialogan, pero no imponen. El silencio se respeta. La obra no está obligada a revelarnos un mandato, que ya no debemos atender. El espectador cuida las formas, tiene buenas maneras. La obra no educa, sino que parte del presupuesto que obra y espectador son educados y se respetan. La obra invita a la contemplación. La vida activa se detiene, aunque solo sea por un momento.
En verdad, la obra abre un espacio de libertad. Obra y espectador entran en contacto, pero nadie se impone, ni impone su punto de vista. Se puede pasar de largo o prestar atención, siendo atento, atendiendo a lo que la obra tiene a bien expresar. No se espera nada de ella, ninguna revelación. Se admira su presencia, su porte, su entereza, sin que se deba cantarla o repudiarla. La libertad es siempre cuestión de dos. Ser libre implica respetar la libertad de los demás seres y entes. Dicho ejercicio se práctica sobre todo cuando se puede escuchar, si se quiere- sin tener que decir nada. La contemplación estética permite atender a nuestras impresiones, a reflexionar sobre lo que tenemos delante y sobre nosotros. La reflexión conlleva una pausa. El tiempo se detiene. Los condicionantes cesan. Solo entonces, abriéndonos a la obra, nos descubrimos, y nos conocemos. Antes de olvidarnos de este momento de introspección en que atendemos a la obra. Tan solo su presencia, la vida se vuelve, por un momento, más grata o más compleja. La obra es una vida que nos llena sin que tenga la misión de hacerlo. Se trata de un acto de generosidad, como generosos somos si no pasamos de largo -aunque nada nos obligue a detenernos.
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