Los creyentes cristianos celebran hoy, lunes de Pascua, la resurrección de su dios -el hijo del dios padre-. La resurrección divino no era un hecho excepcional. La mayoría de los dioses de finales de la antigüedad -el Dionisos órfico, Atis, Osiris, por ejemplo- resucitaban tras ser sacrificadosm en beneficio de sus fieles.
Este hecho es fundamental para dar sentido a la encarnación -o manifestación sensible, terrenal de la divinidad-, junto con el alumbramiento y la muerte -que testifican de la condición humana de la divinidad, un ser humano entre humanos-, ya que la misión divina en la tierra consiste en asumir el mal que causa la muerte, librando a todos los humanos -y no tan solo a sus fieles seguidores- de su presencia y garantizando así la resurrección de éstos, en cuerpo y alma, al final de los tiempos, tiempos postreros ya anunciados por la venida de la divinidad.
Sin embargo, la narración de la resurrección, en los cuatro evangelios canónicos, presenta unas características que la alejan de otros hechos. Los evangelios comprenden hechos sin duda ciertos -objetivo de historiadores- con otros imaginarios -tema de teólogos-, que se destacan para corroborar lo que los profetas enunciaron, tal como se cuenta en el Antiguo Testamento. Dichos hechos se narran para dar fe de la visión de aquéllos.
La resurrección pertenece, sin duda, a este grupo de acontecimientos -el verbo que se traduce por resucitar, originalmente, en griego, es egeiroo, que significa más bien despertar o despertarse, levantarse (o tener una erección)-.
Curiosamente, siendo la resurrección un hecho decisivo, se describe -casi podríamos decir se despacha- en unas pocas líneas (media página en Marcos, tres líneas en Mateo). Tan solo Juan le dedica más espacio, porque incluye el encuentro entre Tomás, que duda de la resurrección, y Cristo (que no Jesús), un hecho profusamente ilustrado por los pintores barrocos -la imagen de Tomás hundiendo los dedos, hurgando en la herida del costado de Jesús (que no de Cristo), debía satisfacer cierto gusto morboso barroco-, una escena que los tres otros evangelistas no citan.
La historia cuenta no tanto un encuentro sino un desencuentro entre Cristo (es decir, la divinidad en Jesús) y quienes se lo encuentran: mujeres, apóstoles. No lo reconocen. María, incluso, cuenta Juan, lo confunde con el jardinero que cuida de la tumba. El reconocimiento, cuenta Lucas, acontece tras días en compañía de Cristo -un desconocido que se suma a un viaje-, en una cena al final de un desplazamiento que dos apóstoles emprenden a Emaús, reconocimiento apenas entrevisto, narrado en una línea y media.
Lo que sí queda claro, en palabras de Cristo, según Lucas, es que la resurrección acontece para que "lo que la ley de Moises, los profetas y los salmos cuentan acerca de [Cristo]" sea cierto. Se trata, pues, de un hecho que solo tiene sentido en relación a un relato previo; se inserta en éste para que dicho relato sea verdaderamente profético. Es un testimonio de la visión profética, y da sentido a lo que Dios anunció a Moisés. En sí, la resurrección nada significa. No acontece porque sí, no es un hecho histórico sino que cobra significado, entidad, en relación a otros relatos, un hecho que tiene lugar, pues, en el espacio y el tiempo no de la historia, sino de historias o historias maravillosas que dan cuenta de lo inexplicable en el mundo -de nuestra incapacidad por entender el mundo, o de nuestra capacidad por imaginar otros mundos.
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