Espadas torcidas, quebradas, plegadas, oxidadas, ennegrecidas: este tipo de objeto dañado es común en los museos de arqueología.
El mal estado del objeto no es debido al paso del tiempo, una excavación errónea o una mala conservación de la pieza. Por el contrario, ésta se halla en las mismas condiciones en las que se depositó en una tumba. La espada o la lanza fue intencionadamente dañada en el momento de su entrega a la tierra junto con el difunto.
¿A qué responde este daño?
Un objeto voluntariamente mutilado, al que se le ha "matado", es un objeto inicialmente vivo, cuya vida debe ser expurgada, que debe pagar con su vida un daño causado.
Una ponencia en el congreso de la American School of Oriental Research (ASOR), ayer, en San Diego, de Josephine Verduci, de la Universidad de Melbourne ("Death an Intentional Destruction in the ancient Near East") enunció alguna explicación -a falta de textos antiguos que corroboren estas prácticas en sociedades a veces iletradas.
La aniquilación del arma obedece a una razón mágica. Se trata del arma de un enemigo. Éste ha sido neutralizado. Pero el peligro sigue presente si su espada no ha perdido su poder. Doblarla equivale a doblegar su fuerza. Un arma quebrada ya no es efectiva. Al mismo tiempo, debido a la estrecha relación entre el portador del arma y ésta, matar el alma ayuda a rematar al vencido.
Pero esta práctica no afecta solo a enemigos. También se practica con los seres queridos. Su muerte siempre es consecuencia de alguna falta contra los dioses. Éstos, vengativos, deciden sobre la muerte de un ser próximo. La causa de la falta no es conocida. Ésta no ha sido intencionada. Pero los dioses se han sentido lesionados por algún gesto, alguna falta. La muerte no afecta solo a quien fallece sino que se extiende a toda la familia. Es necesario, pues, purificarla, lavarla de cualquier residuo de falta que pudiera acarrear más muertes. Toda vez que las armas representan a los difuntos, éstas deben ser quemadas para eliminar su fuerza, su viveza e impedir que siga haciendo daño.
Hasta ahora, dichas prácticas destructivas parecen denotar un juicio negativo sobre el difunto. No siempre es así. El daño practicado sobre un arma puede traducir el daño, el dolor que se siente ante un fallecimiento. Ésta causa un daño en las familias. Al dañar el alma manifiestan simbólicamente la pena que embarga a los vivos. La mutilación del alma sustituye -y evita- la mutilación del cuerpo. Los vivos no solo gritan, lloran y se arrancan los pelos, sino que se infligen daños corporales: se practican cortes, se tallan los brazos, se mutilan. Estos daños físicos sobre el cuerpo se sustituyen por daños sobre las armas. Éstas, relacionadas con el difunto, ya no cobrarán vida. Ya no podrán consolar, proteger, acompañar a las familias. Su pérdida, causada por el destrucción intencionada, acentúa el desconsuelo de la familia que llora una doble pérdida. El daño es aún mayor.
Estas prácticas, comunes en todas las culturas, antiguas y modernas, revelan la concepción animista de los objetos que nacen y mueren, el valor que les concedemos y la importancia que tienen en nuestras vidas: nos la salvan o nos la arruinan. Son una prolongación nuestra. Nos representan, nos sustituyen. Son (como) nosotros.
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