La ciudad de Chicago bordea el lago Michigan, tan extenso que, desde la ciudad, no se ve la otra orilla, ni en un día muy claro.
Una amplia franja pública une la ciudad al lago: Desde la orilla, las fachadas austeras de los altos edificios del primer tercio del siglo XX, apenas se distinguen. Camino del lago, se cruzan una avenida, una vía rápida y sendas peatonales y para bicicletas, entre los que se insertan amplias zonas verdes, pequeños bosques y áreas de juego. Mirando hacia el lago, dando la espalda a la ciudad, solo se divisa la línea del horizonte. El olor del aire es húmedo y dulzón, propio de lagos y lagunas -pese a una imagen casi marina.
Enero de 1990: El lago estaba helado, como casi cada invierno. Estaba también cubierto de nieve. La capa de nieve era tan gruesa y continua que se entendía desde la barrera de las casas, a lo lejos, cubría los parques y no se detenía en la línea de la costa sino que se adentraba sobre el lago hasta el horizonte. La frontera entre la tierra y el agua estaba cubierta. La nieve, irrealmente tersa, pero algodonosa, componía un paisaje que se extendía hasta perderse de vista.
Caía la tarde. Las luces de la ciudad se habían encendido. El cielo estaba encapotado; el tiempo sereno.
Sin darme cuenta, avancé más de la cuenta. Caminaba sobre el lago. Me adentraba sobre las aguas heladas. La nieve amortiguaba los pasos. No había nadie. A medida que andaba, el rumor de la ciudad se alejaba. Ahora, hasta las propias luces apenas brillaban. El silencio era casi absoluto. Y me di cuenta, de pronto, que el lago me atrapaba y que andaría hasta perder de vista la ciudad en medio de la oscuridad. No tenía miedo. Estaba tranquilo. Fascinado por la blancura que me envolvía bajo un cielo negro. Pero también supe que si no me paraba voluntariamente, y daba media vuelta, no cesaría de andar hacia el interior del lago helado hasta....
22 de enero de 2020. Barcelona azotada por la tempestad Gloria. Algunas olas, en la costa de la Villa Olímpica alcanzan, se cuenta, los catorce metros. Son las once de la noche. He bajado en coche hasta el mar. El viento, pasadas las torres olímpicas, zarandea el vehículo. La lluvia, a ráfagas violentas, lo golpea. Caen rayos. Detengo el coche en medio de un terreno baldío inundado, delimitado por una barandilla que domina la playa, en el límite de la villa. Desciendo a duras penas. A mi derecha la rampa que baja hasta la arena. No hay nadie. Me acerco a la barandilla de la rampa. Desde allí, debería ver el mar a unos pocos metros por debajo, tras la orilla de la playa. Solo se intuye una vapor blanquecino, en medio de la noche mas oscura, batida por el viento. La lívida luz de los rayos apenas permite distinguir la espuma del mar, tan pálida y turbia como la luz caída del cielo. Estoy empezando a bajar por la rampa, golpeado por el viento, extrañamente silencioso, mientras la ciudad lentamente se encoge a medida que crece el muro que sostiene el paseo marítimo. Y me doy cuenta que tengo que parar y forzarme a volver a subir y tomar el coche de vuelta antes de que recapacite. Habría descendido hasta.....
Kant acertó en su estudio de la fascinación de lo que nos anegaría si nos dejáramos ir, como si ya nada nos importara porque, por un momento, tendríamos la sensación, seguramente absurda, pero asumida, que el destino estaría en nuestras manos, sabiendo lúcidamente que en cualquier momento....
Sin que nos importe.
(Años más tarde, me contaron el peligro que cirri)
Vértigo...
ResponderEliminarAunque quizá el vértigo es lo contrario de la experiencia que usted describe tan bien pues no es algo tranquilo y relacionado con la belleza sino algo que es una caída a toda velocidad,sin consciencia
ResponderEliminarEn absoluto. Tiene razón.
EliminarSe dan situaciones de peligro -un peligro real si diéramos un paso adelante, lo que no hacemos, pese a la fascinación, a la atracción de un peligro percibido como tal, pero también como una prueba que, si no razonáramos, trataríamos, inútilmente de superar- que atraen como el vacío, produciendo una sensación de vértigo.
Lo sublime es esa sensación de placer producida por la impresión de superioridad ante la naturaleza (si nos enfrentáramos a ella, lo que no hacemos porque intuimos que esta superioridad es ilusoria: ante la fuerza bruta, desatada de la naturaleza, poco podemos hacer, salvo vivirla -y contarlo.