La guerra de Troya empezó mucho antes del asedio de Troya (llamada también Ilión) por parte del ejército naval griego varado en la playa sobre la que se alzaba la muralla de la ciudad.
Los griegos no se habían dirigido directamente a Troya sino que, previamente, habían asolado las tierras de la Tróyade, tomando y destruyendo todos los asentamientos que hubieran podido enviar refuerzos a Troya cuando el próximo inicio de la contienda. Los griegos no solo derribaban ciudades sino que se hacían con un botín: bienes suntuarios, alimentos y mujeres a las que esclavizaban; los varones, en cambio, eran ejecutados.
La toma de Misia -a la que los griegos llegaron, quizá porque erraron el rumbo- concluyó con la obtención y la distribución del botín entre los vencedores. Aunque el rey de Micenas, Agamenón, dirigía la expedición, todos los participantes tenían idéntica clase social: eran reyes, príncipes, gobernantes de sus ciudades. Ninguno destacaba por encima de los demás; ninguno, entonces, merecía un botín más importante. Éste, por el contrario, se repartía equitativamente por sorteo. A cada uno le tocaba una parte equivalente a la de los demás.
El destino quiso que una hermosa muchacha, rubia, Criseida, nacida en la ciudad de Crisa, fuera destinada a Agamenón como esclava. Aunque Criseida juró que Agamenón no la tocó y que los hijos que alumbraría fueron concebidos por el dios Apolo, lo cierto es que, finalmente, reveló la verdad.
La referencia a Apolo no era gratuita. El padre de Criseida, Crises, era el sacerdote de Apolo que el dios más estimaba. Crises osó acudir a Agamenón para suplicarle que le devolviera a su hija a cambio de todos los bienes que pudiera entregarle, su vida incluso si fuere necesario. Mas Agamenón rechazó la súplica despectivamente, Crises, entonces, imploró a Apolo.
Y el dios intervino.
Cuando Apolo irrumpía impetuosamente en la asamblea de los dioses y se dirigía hacia el trono de su padre Zeus, los demás dioses se alzaban asustados. No era el vigor juvenil de Apolo lo que les inquietaba, sino el que violara la ley que exigía que ningún dios pudiera acceder al palacio de Zeus armado. Ocurría, sin embargo, que Apolo no se desprendía nunca del arco y del carcaj que lo caracterizaban. Los llevaba siempre consigo.
Las flechas son una arma temible. Dan en la diana y nadie intuye su acerada llegada. Quien maneja el arco se halla siempre a mucha distancia. Y las flechas llueven por doquier.
Apolo era un dios armado. El puñal, el arco y las flechas eran sus mortíferas armas.
La intervención de Apolo, como castigo por la falta de Agamenón, recayó sobre todo el ejército griego. El castigo fue doble; o, mejor dicho, se manifestó de dos maneras parecidas. Flechas, por un lado, que nunca fallaban, y una epidemia de peste que asoló las naves griegas (el término griego, que se traduce por peste, es más genérico en griego: nosos, que significa enfermedad física, epidemia, pero también enfermedad mental, demencia, locura; pérdida de la salud y mental). Los griegos caían como moscas.
Las epidemias eran una de las armas de Apolo. La relación era lógica. Apolo era un dios viajero. Se desplazaba a la velocidad de las flechas. Apenas hubo nacido en la rocoso isla de Delos, que ya cruzaba el mar Egeo y recorría Grecia entera a la busca de un lugar propicio donde fundar su santuario. Apolo no podía estar quieto. Era un dios sanador, sin duda. Su propio hijo, Asclespio (Esculapio, en Roma), era el dios de la medicina. Quien quisiera sanar podía acudir al santuario de Apolo. Mas, como dios que devolvía la vida, también podía aniquilarla.
Flechas y pandemías eran equivalentes, y eran propias de un dios en permanente movimiento. Epidemia significa "entre -epi- el demos -el pueblo". Una epidemia es llegada de un cuerpo extraño a la ciudad que la recurre. No casa con ésta. Desconoce, como un extranjero, las leyes de la ciudad. Pasa de una casa a otra, entra y sale; la explora, y durante su recorrido, involuntariamente, tropieza, se adentra donde no debe, no respeta nada -no conoce las costumbres de la ciudad- y causa daños que no se saben combatir porque el causante del mal es desconocido y no responde a las órdenes que gobiernan la ciudad, porque el mal no está nunca dónde se le espera, en constante movimiento, mutación. Una epidemia recorre una ciudad sin que se la pueda detener. Una pandemia es una enfermedad comunitaria. Asola el tejido social. Lo deshace, como si lo rajara -con una flecha o un puñal. Y los afectados por la irrupción, caen, como caen quienes reciben el certero disparo de una flecha.
El doble daño que Apolo causó entre el ejército griego, disparando y circulando por las arterias o las vías de la comunidad -el campamento- como un veneno, solo cesó cuando Agamenón, vencido por las circunstancias, aceptó devolver a Criseida a su padre Crises, a cambio de otro botín. Éste era Briseida, la prisionera morena que había recaído en Aquiles. ¿Iba Aquiles a quedarse sin botín? ¿Cómo reaccionaría?
Tal es la terrorífica -y tan cierta- historia que cuenta, entonces, Homero en la Ilíada.
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