La célebre descripción de una pandemia y, en concreto, de la peste que devastó a Atenas en el siglo V aC,
Ahora voy a explicarte yo la causa
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De las enfermedades contagiosas;
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De estas plagas terribles, que derraman
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Sobre hombres y ganados de repente
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La mortandad. Primero enseñé arriba
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Que en la atmósfera había una gran copia
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De corpúsculos, que unos dan la vida,
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Enfermedad y muerte engendran otros:
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Cuando da ser Acaso a los postreros
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El aire se corrompe y se inficiona:
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La enfermedad activa y pestilente
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O de clima extranjero es transmitida
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Por la vía del airé, como nubes
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Y tempestades, o del mismo seno
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De la tierra se engendra, cuando han sido
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Corrompidos sus húmedos terrones
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Con el calor y lluvias desregladas.
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¿No observas tú que la mudanza de aire
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Y la del agua la salud atacan»
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Del hombre que está lejos de su patria?
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Porque allí encuentra un aire diferente
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Del que ha solido respirar en casa.
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¿Por ventura, no encuentras diferencia
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Entre la inglesa atmósfera y Egipto,
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Por do el eje del mundo se ladea?
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¿Y no difieren entre sí los climas
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Del Ponto, y el que llega desde Cádiz
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Hasta los pueblos negros y tostados?
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Como estas cuatro plagas se hallen puestas
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A cuatro vientos, como estén situadas
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Bajo de cuatro climas diferentes,
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En situación tan sólo no difieren,
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Sino también en el color y forma
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De sus habitadores, y parece
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Que están sujetos a distintos morbos.
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Es una enfermedad la elefancía
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Que nace hacia las márgenes del Nilo,
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No en otra parte, en medio del Egipto:
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En Ática, las piernas adolecen,
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Y los ojos enferman en Acaya,
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Y otras tierras atacan otros miembros;
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Del aire nacen estas diferencias:
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Porque si el aire de extranjero clima
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De peligrosa cualidad dotado
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Se muda y va viniendo hacia nosotros,
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Se arrastra lentamente como nube
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Altera y muda todas las regiones
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De la atmósfera por donde camina:
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Cuando llegó a la nuestra últimamente
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La corrompe, y así se la asimila
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Y nos la hace contraria: se derrama
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Este nuevo contagio y pestilencia
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Al punto por las aguas, y se pega
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A las mieses y humanos alimentos
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Y a la comida pastos de ganados;
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O se queda colgado algunas veces
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Su contagio en el aire, y no podemos
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Respirar este fluido mezclado
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Sin sorber su infección al mismo tiempo.
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Coge la pestilencia de ordinario
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Lo mismo al buey que a la balante oveja:
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¿Pué importa que nosotros nos vayamos
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A otro clima mal sano y enfermizo
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A una atmósfera nueva; que nos traiga
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Naturaleza un aire pestilente
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Y extranjeros corpúsculos que puedan
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Con su pronta irrupción darnos la muerte?
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Unas enfermedades de esta especie,
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Causadas por mortíferos vapores,
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En los pasados tiempos devastaron
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Los campos de los términos Cecropios,
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E hicieron los caminos soledades,
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Dejaron la ciudad sin pobladores;
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Porque naciendo en lo interior de Egipto,
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Después de atravesar vastos espacios
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De aire y de mar, por último se echaron
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Y sobre el pueblo de Pandión cayeron:
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Todos los habitantes a millares
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Se rendían al morbo y a la muerte:
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La enfermedad cogía la cabeza
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Con fuego devoraz, y se ponían
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Los ojos colorados y encendidos;
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Estaba la garganta interiormente
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Bañada de un sudor de negra sangre,
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Y el canal de la voz se iba cerrando
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En fuerza de las úlceras; la lengua,
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Intérprete del alma, ensangrentada,
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Débil con el dolor, pesada, inmóvil,
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Áspera al tacto: cuando descendía
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Después aquel humor dañoso al pecho
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Desde las fauces, y se recogía
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Alrededor del corazón enfermo,
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Entonces los apoyos de la vida
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A un tiempo vacilaban, y la boca
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De adentro un olor fétido exhalaba
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Como el de los cadáveres podridos;
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Y las fuerzas del alma se perdían,
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Y con su languidez tocaba el cuerpo
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En los mismos umbrales de la muerte.
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Se juntaba a estos males insufribles
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Una congoja de inquietud perpetua
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Y una queja revuelta con gemidos,
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Y sollozar perenne noche y día,
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Que sin cesar los nervios irritando,
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Envarando los miembros, desatando
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Las articulaciones, consumían
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A los que sucumbían ya cansados
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A la fatiga. Las extremidades
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De sus cuerpos no obstante parecían
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Estar no muy ardientes, ofreciendo
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Tibia impresión al tacto: al mismo tiempo
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Estaba colorado todo el cuerpo,
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Con úlceras así como inflamadas,
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Como si hubiera sido derramado
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Fuego de San Antón sobre sus miembros.
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Un ardor interior los devoraba
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Hasta los mismos huesos, y la llama
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En su estómago ardía como hornaza:
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La más ligera ropa los ahogaba;
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Al aire y frío expuesto de continuo,
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Unos a helados ríos se tiraban
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A causa de aquel fuego en que se ardían,
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En las aguas más frías zabullendo;
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Desnudo el cuerpo se arrojaban otros
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En hondos pozos; con la boca abierta,
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Ansiosos de beber, a ellos venían,
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Y su insaciable sed no distinguía
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Las aguas abundantes de una gota
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Cuando sus cuerpos áridos metían:
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Ningún descanso el mal les otorgaba;
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Tendido estaba el cuerpo fatigado;
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La medicina al lado barbotaba
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Con temor silencioso: revolvían
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Noches enteras sus ardientes ojos
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A un lado y otro sin probar el sueño.
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Y muchos otros síntomas mortales
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Se notaban también además de éstos:
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Alma agitada de temor y pena
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Sobrecejo furioso y hosco rostro,
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Los oídos inquietos con zumbidos,
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Viva respiración, o fuerte y lenta,
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Cuello bañado de un sudor brillante,
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Poca saliva como azafranada
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Y cargada de sal de sus gargantas
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Con fuerte tos apenas arrojada.
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Se aticiaban los nervios de las manos,
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Los miembros tiritaban, y subía
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El frío de la muerte poco a poco
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Desde los pies al tronco: últimamente,
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Al acercarse el tiempo postrimero
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Tenían las narices encogidas
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Y su punta afilada, ojos hundidos,
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Huecas las sienes, la piel fría y ruda,
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Los labios abultados, resaltaba
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Tirante frente; a poco fallecían:
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El sol octavo o nono los veía
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Las más veces lanzar su último aliento.
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Mas si alguno escapaba de la muerte,
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Como a las veces sucedía, en fuerza
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De secreciones de úlceras malignas
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Y de negros despeños, sin embargo,
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La misma podre y muerte le aguardaban,
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Aunque más tarde: sangre corrompida
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De su nariz corría en abundancia,
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Con dolores muy fuertes de cabeza;
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Todas las fuerzas, toda la substancia
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Del hombre así llegaban a perderse.
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Si no salía el mal por las narices,
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Y si no ocasionaba esta hemorragia,
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Atacaba los nervios, se extendía
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El morbo por los miembros, y cogía
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Hasta las mismas partes genitales:
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Y unos, temiendo la cercana muerte,
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Vivían por el hierro mutilados
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De su virilidad; privados otros
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De manos y de pies, quedaban vivos;
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Y perdían, en fin, otros la vista:
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Tan poderoso miedo de la muerte
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Cogió a estos infelices, y hubo algunos
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Que perdieron del todo la memoria
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Y aun a sí mismos no se conocían.
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Aunque en tierra yacían insepultos
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Montones de cadáveres, las aves
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Y voraces cuadrúpedos huían
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Su hedor intolerable, y no tardaban,
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Si los probaban, en perder la vida:
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Las aves, sin embargo, no salían
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Impunemente por aquellos días,
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Ni dejaban las fieras alimañas
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Las selvas por la noche; casi todas
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Sucumbían al morbo y fenecían:
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Principalmente los leales perros
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En medio de las calles extendidos
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Enfermos daban el postrer aliento,
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Que arrancaba el contagio de sus miembros.
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Precipitadamente arrebataban
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Sin pompa los cadáveres: no había
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Allí un seguro y general remedio:
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La pócima que había prolongado
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La vida a unos, a otros daba muerte.
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Pero allí lo más triste y deplorable
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Era que algunos de estos infelices
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Que se veían presa del contagio
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Se despechaban como criminales
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Condenados a muerte, se abatían,
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Veían siempre a par de sí la muerte,
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Y en medio de terrores perecían.
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Multiplicaba empero las exequias
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Principalmente el ávido contagio,
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Que no cesaba ni un instante solo
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De irse comunicando de uno en otro;
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Porque aquéllos que huían las visitas
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De dolientes amigos por codicia
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De la vida o por miedo de la muerte,
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Víctimas insensibles perecían
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Dentro de poco tiempo, abandonados,
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Necesitados y menesterosos,
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Como lanar ganado y como bueyes:
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Mas los que no temían presentarse
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Al contagio y fatiga se rendían,
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Viendo que el pundonor y tiernas quejas
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De amigos moribundos precisaban
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Entonces a llenar estos deberes.
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Porque el más virtuoso ciudadano
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Acababa la vida con tal muerte:
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Y después de enterrar la muchedumbre
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De sus prendas más caras, se volvían,
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Fatigados de llantos y gemidos,
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A encamarse, muriendo de tristeza:
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Por fin, en estos tiempos de desastre
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Muertos o moribundos, o infelices
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Que los lloraban, sólo se veían.
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Además, ya pastores y vaqueros
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Y el fuerte conductor del corvo arado
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Enfermaban también, y los buscaba
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La contagión dentro de sus cabañas,
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Y allí los daban muerte inevitable
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La pobreza y el morbo: se velan
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A veces los cadáveres tendidos
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De los padres encima de los hijos,
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Y los hijuelos el postrer aliento
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Sobre padres y madres exhalaban.
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El contagio en gran parte provenía
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De la gente del campo, que a millares
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A la ciudad enfermos acudían:
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Todos los sitios públicos y casas
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Estaban llenos; por lo mismo entonces
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Con más facilidad amontonaba
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Apiñados cadáveres la muerte.
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Muchos de sed morían en las calles;
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Y después de haber otros arrastrado
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Hacia las fuentes públicas sus cuerpos,
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Sin vida allí quedaban extendidos,
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Ahogados al sentir la gran dulzura
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Que les causaba el agua que bebían:
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Y las calles estaban ocupadas
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De unos lánguidos cuerpos medio muertos
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Hediondos y sucios y andrajosos,
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Cuyos miembros podridos se caían:
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La piel sola tenían sobre el hueso,
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En la que ya las úlceras y podre
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Habían producido el mismo efecto
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Que hace la sepultura en el cadáver.
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La muerte, en fin, llenó de cuerpos muertos
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Todos los templos santos de los dioses,
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Y estaban de cadáveres sembrados
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Todos los edificios de deidades;
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Los hicieron posadas de finados
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Los sacristanes: importaba poco
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La religión ya entonces y los dioses,
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Porque el dolor presente era excesivo.
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Y se olvidó este pueblo en sus entierros
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De aquellas ceremonias tan antiguas
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Que en sacros funerales se observaban:
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Andaba todo él sobresaltado,
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Y en este general abatimiento
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Cada cual enterraba a quien podía:
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Y la necesidad y la indigencia
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Horrorosas violencias inspiraron;
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Porque algunos gritando colocaban
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A sus parientes en la pira ajena,
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Y poniéndola fuego por debajo,
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Con mucha sangre a veces pendenciaban
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Antes que los cadáveres soltasen.
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