Las reuniones de trabajo tienen lugar en la pantalla: un cúmulo de personas encuadradas dotadas de movimientos sincopados y voces metálicas que parecen un pésimo ejercicio de "playback". Se canta las excelencias de este sistema que, por otra parte, aunque no las poseyera (si es que las tiene), son, hoy, la única manera de reunirse.
Las reuniones "reales" y las "virtuales" presentan una insólita diferencia. ésta tiene que ver con la pantalla, ciertamente, pero de modo indirecto. Es la cámara la que marca la diferencia.
En una reunión "en el pasado" -que nadie sabe si pronto será lejano-, los asistentes se disponen alrededor de una larga mesa. Así, al menos, se desarrollan las reuniones departamentales o en la dirección o la administración de una universidad. Entre una decena y casi un centenar de personas se sientan, unos al lado y frente a otros. La mesa media entre quienes están enfrentados. La visión que tenemos del lugar que tenemos es parcial: No distinguimos a quienes están a lado y lado nuestro; como no vemos bien quienes, del otro lado de la mesa, se sientan lejos de nosotros. Cuando intervenimos no podemos predecir las reacciones. Unos escuchan, sin duda, otros deben tomar notas, consultar el portátil o el teléfono móvil, o dormitar. No lo sabemos -ni tenemos porque saberlo.
Por el contrario, en una reunión "virtual", tenemos los rostros de todos los asistentes dispuestos en la pantalla. Los observamos todos y sabemos que nos observan. Intuimos, a través, de muecas imperceptibles, un arqueo de cejas u ojos que se achinan o endurecen, cómo van a replicar. Una reunión "virtual" es lo más parecido a un careo. El diálogo no existe. Sólo un monólogo de quien "dirige" la reunión, sucedido, en ocasión, por un guirigay de voces que se encabalgan. No podemos dejar de observar los rostros, no podemos dejar de sentirnos observados. La cámara es inmisericorde. Revela lo que quizá no quisiéramos ver, lo que querríamos que no se viera. La cámara se inmiscuye en nuestra casa. Descubrimos cómo vivimos, sin que nadie nos haya invitado o autorizado a entrar en las casas ajenas, sin que nadie nos haya pedido permiso. La reunión es una justa. La tensión es máxima. No cabe esconderse detrás de una libreta, una notas. La mirada no puede desviarse, un signo de incomodidad, de incomprensión, o de inquietud que todos, de inmediato detectan. La luz de la pantalla, por otro parte acentúa el cansancio de los rasgos. Estamos sometidos al escrutinio de los demás: El que no puedan escapar del ojo de nuestra cámara no es un consuelo, sino que aumenta la sensación de enclaustramiento.
Una reunión "real" es un lugar donde se debaten ideas; una reunión virtual, por el contrario, es el lugar o la manera de escudriñar rostros derribados y posiciones a la defensiva.
Éste es el futuro próximo o lejano, cuyas excelencias nos cantan.
Otrora, las cartas permitían mantener las formas, cartas que se entrecruzaban hasta una decena de veces, incluso, en un mismo día. Cartas que permitían exponer lo que se quería decir sin exponerse a quedar en evidencia, mudo, atenazado por el inmisericorde ojo de la cámara, que hasta nos parece seguirnos cuando intentamos huir de la pantalla.
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