Desde que Goethe afirmó, tras haber visto al emperador Napoleón I desfilar a caballo ante la puerta de su casa, que el futuro se manifestaba en el presente, y que el curso de la Historia por fin encauzaba el rumbo, el futuro se ha percibido como un camino deslumbrante que apunta a una vida siempre nueva, desgajada del pasado, que cumple sus promesas.
En Mesopotamia, en cambio, el futuro no existía. Solo apuntaba a un agujero negro, desconocido e imprevisible. La vida plena y modélica se hallaba en el pasado. Por tanto, el mundo avanzaba de espaldas, mirando siempre al pasado -del que se alejaba-, un pasado que alimentaba las esperanzas.
En el Antigua Testamento, el futuro es la luz, sin duda, pero ésta se halla a años luz. Desde siempre se anuncia la venida del mesías, venida siempre postergada, que quizá no acontezca nunca, aunque no se pierda nunca la esperanza. El futuro siempre se aleja.
Para los cristianos, en cambio, el futuro no existe, porque se ha hecho presente. Las promesas del futuro han acontecido. La llegada del Mesías y su resurrección han renovado los tiempos. Los tiempos nuevos se han materializado tras la ascensión y la bajada del Espíritu Santo. Ya no cabe esperar más porque todo lo que se aguardaba ha ocurrido. El tiempo, desde entonces, es un eterno presente, hasta la nueva venida que cerrará las puertas del tiempo.
Hoy, nos hallamos entre Mesopotamia y el Antiguo Testamento. El tiempo ya no mira al futuro, porque sabemos que la buena nueva se halla detrás de nosotros. Avanzamos sin querer mirar porque no hay nada que ver. Y si miramos anhelantes, achinando los ojos, intuimos que el futuro está tan lejos que posiblemente no lo veamos nunca. Un futuro que ya es cosa del pasado.
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