La desaforada reacción de algunos jóvenes ante el agudo artículo que el filósofo y pedagogo Gregorio Luri publicó ayer ( El miedo, una pasión contemporánea) -"No, no es miedo, es sentido común"; "Ahora que está todo explotado ¿qué se puede hacer?," etc., aquéllos escribían ferozmente, entre signos de exclamación y de interrogación- confirma que la educación, en efecto, ha inoculado el miedo -miedo que se ha instalado.
¿Qué es el miedo?
Mientras en castellano miedo viene del latín metus (miedo, temor, ansiedad, no sin un deje religioso: miedo al abandono por parte de los dioses o, por el contrario, miedo a la intervención de algunas fuerzas sobrenaturales, infernales), otras lenguas latinas, como el francés peur, el catalán por o el italiano paura, hacen derivar el miedo del latín pavor -palabra trasladada directamente al castellano, aunque indicando un grado superior de miedo.
El latín pavor ha dado también la palabra pecio (en francés épave). Un pecio es una nave que ha naufragado. Un naufragio acontece cuando el capitán pierde el rumbo y no sabe hacia dónde se dirige. Ha perdido las coordenadas espaciales.
El miedo, en efecto, tiene que ver con el espacio; o, más concretamente, con la pérdida de referencias. Cuando uno está desorientado no solo no sabe hacia o por donde ir -pues no puede quedarse quieto esperando una ayuda o una luz que no vendrá-, sino que tampoco sabe por donde puede venir un supuesto peligro: la huida es imposible o ineficaz: uno puede correr hacia el enemigo.
El espacio del miedo es un espacio sin límites. Tan solo el horizonte, inalcanzable traza una línea ilusoria. Es imposible centrarse. No se puede pensar. Solo caben golpes de ciego. Se anda a ciegas o a tientas; por lo que lo más seguro es que se esté dando vueltas una y otra vez, lo que causa vértigo (verto, en latín, significa dar vueltas, precisamente, sin lograr encontrar una solución a un problema vital, sin hallar el camino para salir con vida de un embrollo, imposibilitados de deshacer el entuerto, la madeja enrevesada, de hallar el hilo o un hilo que recomponga un discurso y le de sentido, de sentido a la vida).
El vértigo es la malsana sensación de placer ante el vacío, que empuja, irresistiblemente, ha tirarse a él. Nada detiene al que padece vértigo. Sabe que caerá, que no puede retroceder. Una fuerza imperiosa le empuja, a sabiendas de lo que le espera.
El miedo lleva a la desesperación; es decir a la ceguera. Ya no se quiere ver, ya no se puede ver lo que se tiene delante, pues no hay delante ni atrás, ni pasado ni futuro, sino un tiempo detenido en un espacio amorfo, sin reglas ni directrices. Quien tiene miedo no tiene dónde aferrarse. Las barreras que pueden poner coto a los peligros han saltado. No tiene nada. Los consejos, los valores, las esperanzas han desaparecido. La nada, el absoluto vacío se despliega ante él, y le penetra. Lo ha perdido todo. Ya no cabe pensar en el mañana que no existe. No ve nada, a un lado y a otro, por lo que se lo imagina "todo": todos los males. Si anda es a la deriva, como un pecio: se aleja de la ribera; se deja ir, se abandona. La corriente lo arrastra. No opone fuerza alguna porque cree que todo esfuerzo es inútil. No sabe hacía dónde "le" llevan, ni le importa ya. No hay meta, ni camino, solo, en todo caso, un torbellino, o un laberinto del que es imposible escapar.
La falta de coordenadas impide parar, descansar, reflexionar. Pautar el viaje. Ni se puede parar, ni se puede uno desplazar. Es como si no se estuviera en ningún sitio, como si ya no se estuviera aquí, presente, como si se hubiera desaparecido, porque ya no se fuera. La existencia, sin esencia, no tendría ya razón de "ser".
El milenarismo medieval era el miedo a la nueva venida del Mesías que pondría fin a mil años de bendición, sin saber qué iba entonces a acontecer, tras el cierre de los tiempos. El milenarismo actual, en cambio, es el miedo a que no solo el Mesías no llegue sino a que nadie cierre las puertas para que uno se pueda volver a sentir seguro.
Sin que la claustrofobia, entonces, amenace.
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