sábado, 25 de julio de 2020

MICHEL DE MONTAIGNE (1533-1599): LA PESTE (ENSAYOS, III, xii)

En junio de 1585 la peste devastó la ciudad francesa de Burdeos. Cerraron comercios; se ordenó que la población se recluyera. Las medidas no evitaron que murieran catorce mil personas de un total de cincuenta mil. La ciudad se arruinó. 
Hasta el alcalde huyó. Se hallaba, en verdad, no lejos de la ciudad, y le quedaban unos pocos meses para finalizar su segundo mandato. Pero no se atrevió a regresar para dirigir el cierre de la ciudad y animar y aconsejar a los habitantes.
Se llamaba Michel de Montaigne. Aplicó el consejo que el médico Galeno dio al emperador Adriano en una situación parecida: CLT (Cito: parte, Longe: lejos, T: tarde: parte lo más lejos posible y tarda en regresar). 
A quienes se saltaban el confinamiento, casi siempre pobres, sin segunda residencia, se les colgaba. Hoy no estaría bien visto.
Montaigne siguió redactando sus reflexiones.
Anotó:

"He aquí otra agravación de males que me acosó después de los otros: fuera y dentro de mi casa fui acogido por una epidemia vehemente (...)

Hube de sufrir la graciosa condición de que hasta la vista de mi propia casa me ocasionara espanto; todo cuanto en ella había, sin custodia estaba y a la merced de los que lo codiciaban. Yo, que soy tan hospitalario, me vi en la dolorosísima situación de buscar un retiro para mi familia; una familia extraviada que amedrentaba a sus amigos y a sí misma se metía miedo y horror, donde quiera que pensaba establecerse: habiendo de mudar de residencia, tan luego como uno del séquito empieza a sentir dolor en la yema de un dedo, todas las enfermedades son consideradas como la peste; carécese de la necesaria tranquilidad de espíritu para reconocerlas. Y lo bueno del caso es que según los preceptos de la medicina ante todo peligro que se nos acerca hay que permanecer cuarenta días abocado al mal: la fantasía ejerce entonces su papel y febriliza vuestra salud misma. Todo esto me hubiera mucho menos afectado si no hubiese tenido que lamentarme del dolor ajeno, pues durante seis meses tuve que servir de guía miserablemente a la caravana. Mis preservativos personales, que siempre me acompañan, son la resolución y el sufrimiento. La aprensión  apenas me oprime, y es lo que más se teme en este mal; y si encontrándome solo a él me hubiera resignado, habría ejecutado una huida más gallarda y más apartada: muerte es ésta que no me parece de las peores, comúnmente corta, de atolondramiento, exenta de dolor, por la condición pública consolada, sin ceremonias, duelos ni tumultos. En cuanto a las pobres gentes de los contornos la centésima parte viose de salvación imposibilitada (...)
En este lugar la parte de mis rentas es anual; la tierra que cien hombres para mí trabajaban quedó por largo tiempo sin cultivo.

¿Qué ejemplos de resolución no vimos por entonces en la sencillez de todo aquel pueblo? Generalmente cada cual renunciaba al cuidado de la vida: las vides permanecían intactas en los campos, cargadas de su fruto, que es la principal riqueza del país; todos, indistintamente, preparaban y aguardaban la muerte para la noche o el día siguiente, con semblante y voz tan libres de miedo que habríase dicho que todos estaban comprometidos a esta necesidad, y que la condenación, era universal e inevitable. Y siempre es así; ¡pero de cuán poca cosa depende la firmeza en el sucumbir! La distancia y diferencia de algunas horas, la sola consideración de la compañía, conviértennos en diverso su sentimiento. Ved aquí unos cuantos: porque sucumben en el mismo mes niños, jóvenes y viejos, nada ya acierta a transirlos, las lágrimas se agotaron en sus ojos. Algunos vi que temían quedarse atrás, como en una soledad horrible; sólo por las sepulturas se inquietaban, porque les contrariaba el ver los cuerpos en medio de los campos, a merced de las bestias que incontinenti los poblaron. ¡Cuán las fantasías humanas son encontradas! (...)
 Tal individuo encontrándose sano cavaba ya su huesa; otros se tendían en ella vivos aún, y uno de mis jornaleros en sus manos y sus pies acercó a sí la tierra en la agonía. "

(Michel de Montaigne: Ensayos, III, XII)







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