El curso de máster en la Escuela de Arquitectura de Barcelona empieza el próximo jueves. Las clases de grado, el quince de febrero. Serán, nuevamente, clases telemáticas.
Recuerdo, hace unos diez años, el año de clase tras un largo periodo fuera de la Escuela gracias a la concesión de un sabático, un sueño para un profesor. Llevaba un año y medio sin dar clases. Fue el peor año, con los peores resultados en las encuestas, un curso que exigió un replanteo completo del programa y de la manera de enseñar al año siguiente. ¿Qué había pasado? El programa no había cambiado, al igual que la docencia; hasta entonces con resultados satisfactorios. Ocurrió que, precisamente, el tiempo había pasado y no me había dado cuenta -o creía que no se había producido ningún cambio. Tan solo había pasado un año y medio.
Explicaba lo mismo. Trataba de recordar lo que explicaba y sobre todo cómo explicaba. Sabía dónde introducir un chiste, una salida de tono, qué imagen mostrar, qué decir en cada momento. Solo estaba atento al pasado, tratando de revivirlo, sin atender a los estudiantes. Donde se daban risas otrora, se producía un silencio embarazoso, glacial. Allí donde los estudiantes intervenían en años anteriores, ninguna mano se levantaba. Nadie intervenía. Yo hacía ver que me interesaba en lo que contaba, cuando tan solo recitaba de memoria. Tenía la lección aprendida. La hubiera podido repetir en cualquier circuntancia, es decir, en ninguna circunstancia. Nunca como en aquel año, me sentí como un disco rayado, gastado.
En un año y medio, la mirada, la perspectiva de los estudiantes habían cambiado -casi dos años en personas de veinte años, son años. Mi perspectiva también: en vez de mirar adelante, miraba hacia atrás. Trataba de hcer lo mismo, de decire lo mismo, de comportarme cómo me comportaba, sin atender a qué los estudiantes no eran los mismos, desatendiendo a quiénes me dirigía, evitando suscistar sus comentarios que no llegaban porque no hubieran encajado con las lecciones memorizadas, con una mala interpretación de una clase que no sentía, que no construía, sino que repetía "de memoria".
Las clases son diálogos, verbales o mudos, pero diálogos y careos. Una clase no se da por sabida. Acontece -a medida que se explica (que no se recita). Es necesario saberse el texto para jugar con él, cambiarlo, alterarlo, deformarlo, transformarlo, en función de lo que uno siente, percibe en clase. Porque para dar clase hay que sentir, sentirse bien, pero nunca dar por sentado que irá bien, que se va a encontrar a gusto. Cierta incomodidad, y temor, son necesarios. ¿Qué ocurrirá?, una pregunta que parte del presupuesto que "algo" va a ocurrir que dará qué pensar. No se sabe qué va a ocurrir, qué diremos. Las palabras, a menudo, tienen vida propia y se salen del guión aprendido, se adelantan, exploran terrenos y comunican ideas no previstas: palabras vivas, no letra muerta que se trata de revitalizar penosamente.
¿Qué ocurre con una clase telemática, en la que los estudiantes son puntos de colores, o tan solo una letra inicial en maýúscula, en la que lo que uno se ve dando clase? Ocurre que no es una clase sino un recitado, en la que el silencio está proscrito, una sesión que concluye abruptamente, que empieza y cesa con un simple tecleo, desprovista de este tiempo incierto que prosigue fuera del aula cuando estudiantes preguntan, y las respuestas -si se hallan- dan lugar a una próxima clase. ¿No intervienen los estudiantes en una clase telemática? Sí, preguntan, pero preguntan al profesor, no dialogan entre ellos -porque no se ven, no saben quién asiste, como tampoco lo sabe el profesor que tan solo tienen una lista de nombres sin cara, o caras sin cuerpos. Las palabras van -y a veces vienen-, pero no recorren el espacio del aula, porque un aula virtual es un mal juego de palabras: es un oximoron, no existe.
No, las clases no empezaran este jueves. Tan solo se iniciará un programa de televisión con un locutor, si uno se acuerda de encender la pantalla. Un curso sin curso, sin fluidez, sin saltos ni sobresaltos que mantienen en vilo, despierto, atento.
Con todo el ánimo -pero no la ilusión- que uno le ponga.