domingo, 31 de enero de 2021

Inicio de curso

 El curso de máster en la Escuela de Arquitectura de Barcelona empieza el próximo jueves. Las clases de grado, el quince de febrero. Serán, nuevamente, clases telemáticas.

Recuerdo, hace unos diez años, el año de clase tras un largo periodo fuera de la Escuela gracias a la concesión de un sabático, un sueño para un profesor. Llevaba un año y medio sin dar clases. Fue el peor año, con los peores resultados en las encuestas, un curso que exigió un replanteo completo del programa y de la manera de enseñar al año siguiente. ¿Qué había pasado? El programa no había cambiado, al igual que la docencia; hasta entonces con resultados satisfactorios. Ocurrió que, precisamente, el tiempo había pasado y no me había dado cuenta -o creía que no se había producido ningún cambio. Tan solo había pasado un año y medio.

Explicaba lo mismo. Trataba de recordar lo que explicaba y sobre todo cómo explicaba. Sabía dónde introducir un chiste, una salida de tono, qué imagen mostrar, qué decir en cada momento. Solo estaba atento al pasado, tratando de revivirlo, sin atender a los estudiantes. Donde se daban risas otrora, se producía un silencio embarazoso, glacial. Allí donde los estudiantes intervenían en años anteriores, ninguna mano se levantaba. Nadie intervenía. Yo hacía ver que me interesaba en lo que contaba, cuando tan solo recitaba de memoria. Tenía la lección aprendida. La hubiera podido repetir en cualquier circuntancia, es decir, en ninguna circunstancia. Nunca como en aquel año, me sentí como un disco rayado, gastado.

En un año y medio, la mirada, la perspectiva de los estudiantes habían cambiado -casi dos años en personas de veinte años, son años. Mi perspectiva también: en vez de mirar adelante, miraba hacia atrás. Trataba de hcer lo mismo, de decire lo mismo, de comportarme cómo me comportaba, sin atender a qué los estudiantes no eran los mismos, desatendiendo a quiénes me dirigía, evitando suscistar sus comentarios que no llegaban porque no hubieran encajado con las lecciones memorizadas, con una mala interpretación de una clase que no sentía, que no construía, sino que repetía "de memoria".

Las clases son diálogos, verbales o mudos, pero diálogos y careos. Una clase no se da por sabida. Acontece -a medida que se explica (que no se recita). Es necesario saberse el texto para jugar con él, cambiarlo, alterarlo, deformarlo, transformarlo, en función de lo que uno siente, percibe en clase. Porque para dar clase hay que sentir, sentirse bien, pero nunca dar por sentado que irá bien, que se va a encontrar a gusto. Cierta incomodidad, y temor, son necesarios. ¿Qué ocurrirá?, una pregunta que parte del presupuesto que "algo" va a ocurrir que dará qué pensar. No se sabe qué va a ocurrir, qué diremos. Las palabras, a menudo, tienen vida propia y se salen del guión aprendido, se adelantan, exploran terrenos y comunican ideas no previstas: palabras vivas, no letra muerta que se trata de revitalizar penosamente.

¿Qué ocurre con una clase telemática, en la que los estudiantes son puntos de colores, o tan solo una letra inicial en maýúscula, en la que lo que uno se ve dando clase?  Ocurre que no es una clase sino un recitado, en la que el silencio está proscrito, una sesión que concluye abruptamente, que empieza y cesa con un simple tecleo, desprovista de este tiempo incierto que prosigue fuera del aula cuando estudiantes preguntan, y las respuestas -si se hallan- dan lugar a una próxima clase. ¿No intervienen los estudiantes en una clase telemática? Sí, preguntan, pero preguntan al profesor, no dialogan entre ellos -porque no se ven, no saben quién asiste, como tampoco lo sabe el profesor que tan solo tienen una lista de nombres sin cara, o caras sin cuerpos. Las palabras van -y a veces vienen-, pero no recorren el espacio del aula, porque un aula virtual es un mal juego de palabras: es un oximoron, no existe.

No, las clases no empezaran este jueves. Tan solo se iniciará un programa de televisión con un locutor, si uno se acuerda de encender la pantalla. Un curso sin curso, sin fluidez, sin saltos ni sobresaltos que mantienen en vilo, despierto, atento.

Con todo el ánimo -pero no la ilusión- que uno le ponga.

viernes, 29 de enero de 2021

Examen final

 


Examen final en la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), jueves 28 de enero de 2021.

Foto: Tocho, UPC-ETSAB

Educación y ciudad

 “Puesto que toda ciudad tiene un solo fin, está claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos, y que el cuidado de ella debe ser cosa de la comunidad y no privada, como lo es en estos tiempos en que cada uno se cuida privadamente de sus propios hijos y les da la instrucción particular que le parece” 

(Aristóteles: Política 1337a 21-26)

En el siglo IV aC....




jueves, 28 de enero de 2021

Arquitectura y tiempo

 “La eternidad no debe habitar la arquitectura, debe habitar el arquitecto” (V. Segalen, arqueólogo y poeta, 1878-1919)


Las construcciones caducan y decaen, las ideas , las visiones, en cambio, perduran.

miércoles, 27 de enero de 2021

Arte inmersivo




Tras la pandemia, la falta de público, la dramática reducción de fondos, los costes desorbitados del transporte de obras, el posible cierre de fronteras, la inseguridad, y el hermetismo o la mediocridad de una parte del arte (contemporáneo), una nueva amenaza, quizá la más inquietante, se cierne sobre los museos: el llamado arte inmersivo.

Una noticia alarmante,ayer, contaba que el muy serio Grand Palais, en Paris, sede de las grandes exposiciones organizadas por la Reunion de los Museos Nacionales, una organización pública nacional que engloba a los principales museos franceses,, con un presupuesto que supera a la de cualquier gran museo -exposiciones antológicas o temáticas casi definitivas, capaces de presentar las mejores obras y publicar catálogos, populares y académicos al mismo tiempo, difíciles de superar-, se entregaba a esta nueva modalidad "artística", que otras ciudades, como Barcelona, sufren desde hace tiempo.

¿Qué es el arte inmersivo? O qué no es: porque no es arte. Son reproducciones, a tamaño descomunal, de obras de arte, descompuestas en fragmentos a escala monumental, sobre soportes plásticos brillantes retroiluminados, con colores chillones propios de anuncios publicitarios, dispuestos en las salas a oscuras, que quieren dar la sensación, no solo que se pueden ver de muy cerca los más ínfimos detalles de una obra -imposibles de descubrie en un museo donde se tienen que mantener las distantes con obras a veces protegidas por gruesos cristales que reflejan la luz y hacen de espejo-, sino que se puede desplazar en la obra, estar en ella, rodeado por ella.

Proyectarse en una obra, tener la sensación, la ilusión, que uno se encuentra en la imagen: una sensación que cualquier cuadro naturalista produce; una sensación, inevitable, de bienestar o de inquietud. La imagen nos atrae, nos atrapa y nos "engloba". Esta sensación no requiere ningún artilugio ni ningún truco: solo una confrontación con la imagen.

Mas esta confrontación exige que se cuiden las formas, que se mantengan las distancias. La observación, el aprecio de una obra, exige que nos alejemos de la obra. Lejos de un acercamiento, debemos retirarnos. Las imágenes están concenidas y hechas para ser contempladas desde cierta distancia. Son a la vez una cuarta pared y una apertura a lo que se halla detrás de dicha pared. Como Alicia en El país de las maravillas, o Al otro lado del espejo, como Dorothy en la Ciudad Esmeralda, podemos soñar con visitar detalladamente el mundo que la imagen retrata y crea; pero esta visita es un sueño, que requiere que estemos de este lado del espejo para poder transpasarlo con la imaginación. 

El arte inmersivo se basa en una falacia: el arte solo se puede apreciar con los sentidos, tan excitados que no se puede reflexionar, cuando el arte es un mecanismo paradójico que nos hace pensar a través de la activación de los sentidos conectados a nuestro intelecto. El arte, tras un primer encuentro, se aprecia con los ojos (los sentidos) cerrados; el arte nos impresiona cuando lo recordamos -recuerdo que activa el deseo de volver a contemplar la obra. Es la memoria y no la vista el órgano que nos permite acercarnos al arte. 

Una imagen es un mundo, cerrado y unitario; un señuelo que nos capta y nos cautiva. Pero no podemos perder el contacto con nuestro mundo para perdernos en el mundo de la imagen. Este fascina porque es inacesible; mantiene pues indemne el deseo de alcanzarlo. Objeto imposible y sin embargo imposible de descartar. El zorro quiso creer que las uvas estaban a su alcance. Tras comprobar que se le escapaban y se le escaparían siempre, se dió la vuelta irritado y las maldijo. 

El arte inmersivo no pretende poner el arte a nustro alcance. Pretende diluir la frontera entre arte y realidad, lo prosaico y lo soñado, cumplir supuestamente nuestros sueños, es decir, destruirlos. El arte inmersivo anula el arte y su capacidad incantatoria y de encantamiento. Tras un paseo entre gigastescos paneles luminosos de colores, que no atienen a las dimensiones de la obra -que no guarda, no respeta las medidas, una falta de respeto-, salimos a la calle y nos olvidamos al momento de lo que hemos visto. El arte inmersivo suspende la mayor "virtud" del arte: su capacidad de ser recordado, de suscitar imágenes y de despertar el deseo de volver a contemplarlo.  El arte inmersivo no da lugar a ninguna experiencia sino tan solo a un fugaz, y finalmente molesto, deslumbramiento, que la luz del dia disipa para siempre.  A tono con nuestros tiempos.


lunes, 25 de enero de 2021

La huella de los dioses





Los dioses tenían (o tienen) que manifestarse sensiblemente, de alguna "forma" -siquiera bajo la "apariencia" de la luz de un candil, o el vacío de una hornaciana, como en el Islam, o tras una hoguera, o nubes de tormenta, como Yahvé-. 
Mientras que los dioses paganos adoptaron una forma humana, si hicieron pasar incluso por humanos, tal como cuenta Homero, el dios cristiano nació como un ser humano sin dejar de ser una divinidad.

Ocurre que todos estos recursos "formales" son de corta duración. El mismo dios cristiano solo estuvo, cuenta la tradición, treinta y tres años en la tierra. Luego, ascendió, es decir, desapareció de la vista de los humanos. Del mismo modo, los dioses paganos, disfrazados de humanos, mantenían dicha apariencia el tiempo de una conversación con algún heroe. Tras el diálogo, se esfumaban -en el sentido literal: solo dejaban una estela de humo, pronto disuelta.

Nadie vió a Alá; pero siempre habló a través de su profeta, un humano a parte entera que voló a lo cielos antes de morir en su lecho, como cualquier mortal. Nadie vió a Alá pero el creciente de luna quizá lo "represente" como antigua divinidad lunar, con esposa e hijas, que fue.

Alguna forma sensible es necesaria para que los humanos se remitan a la divinidad, necesariamente invisible : una imagen sensible, una palabra, un sonido, un olor: En el Paraíso, se oían los pasos de Yahvé cuando se desplazaba, rozando la pradera.

Los dioses han dejado "muestras" de su paso por la tierra, de su existencia: piedras -a  veces caídas del cielo- e imágenes. Entre éstas, destacan las huellas. 

El templo neo-hitita de Ain Dara, en el norte de Siria, no lejos de Alepo, fue bombardeado por el ejército turco hace unos pocos años y ya nada queda, ni siquiera del umbral en el que estaban nítidamente inscritas dos huellas humanas desmesuradas, las huellas de la divinidad. Del mismo modo, el senador romano tardío, Paulino de Nola -convertido al cristianismo en Barcelona a principios del s. V dC- destaca, en su Carta 31, la existencia de la huella de Cristo, inscrita en la piedra, en el lugar mismo dónde ascendió a los cielos.

Las huellas son signos característicos que remiten tradicionalmente a la divinidad. Son marcas grabadas en la materia por contacto directo. Ningún escultor ha intervenido. El peso de la divinidad se ha dejado voluntamiento sentir y la piedra ha cedido: ha acogido la figura divina. Mas, contrariamente a los retratos mágicos del rostro de Cristo, como el velo de la Verónica, también inscritos sin intervención humana, denotan la presencia de la divinidad a través de la imagen de su rostro perfectamente reproducido en la tela, las huellas -de los pies son el testimonio de una ausencia. La divinidad ya no está allí -ni en ningún lugar. La huella está hueca: es un vacío. La huella suscita la nostalgia; ni siquiera denota, más allá de una forma antropomórfica, quien "era", qué forma tenía la divinidad. Un retrato provoca la ilusión de una presencia. De algún modo, suple la ausencia. Aunque Cristo haya desaparecido, el retrato mágico de Jesús impide que éste desaparezca del imaginario humano. El retrato está casi vivo. Los ojos bien abiertos de la imagen parecen mirar a quien lo contempla. Se produce un intenso y turbador cruce de miradas. Pero una huella solo acentúa la desaparición de la divinidad y la soledad humana. La huela invita a retrotraerse a otros tiempos. La huella marca el final de una era, en la que dioses y hombres cohabitaban. Una huella es un recuerdo de lo que fue y ya no será. Ante la huella no cabe la esperanza sino la desolación. Revela que la divinidad quiso partir, que su tiempo entre los humanos había concluido, a los que solo les quedaba el vacío, la sensación de vacío ante lo que, en el fondo, es la muerte de la divinidad, su reclusión, su partida sin regreso posible. La huella solo invita a alzar la vista, escudriñar el cielo y no ver nada. Las huellas son siempre los peores legados pues denotan todo lo que se ha perdido.

GRAINGER DAVID: THE CHAIR (2012)

THE CHAIR from Grainger David on Vimeo.


Para ver legalmente este video, "clique" en la franja azul.


Cortometraje premiado en el Festival de Cannes y en Sundance.

En un pueblo del sur de los Estados Unidos afectado por una súbita y extraña enfermedad contagiosa....

domingo, 24 de enero de 2021

PABLO PICASSO (1881-1973): JOYAS

 



























La producción artística de Picasso es ingente. Innumerables, agotadoras exposiciones -de éxito seguro- han cercado, desde su fallecimiento, todos los temas, estilos y géneros que trató: retratos, paisajes, naturalezas muertas, desnudos, temas mitológicos greco-latinos, quizá mesopotámicos incluso, mediterráneos, temas animalísticos, formas clásicas; obras de juventud, simbolismo, cubismo, neo-clasicismo, surrealismo, expresionismo, nueva figuración; pintura, escultura, dibujo, grabado, cerámica, juguetes, gastronomía, poesía y teatro....
Y exposiciones sobre Picasso y.... (poner casi todo)
Parece que ningún tipo de arte, mayor, menor, decorativo, se le escapó -quizá la música y la arquitectura: artes hermanas-, y todos han sido escudriñados y expuestos.
¿Todos? 
Sorprende descubrir aún facetas casi inéditas de la obra de Picasso. Por ejemplo, la joyería, un tema tan íntimo que Picasso incluso prohibió que se la incluyera en las últimas muestras retrospectivas.
Las primeras joyas fueron piezas únicas, regalos para amigas y amantes ya en los años treinta, cuando Picasso tenía más de cincuenta años. Entre éstas, los broches y los anillos que pintó, que grabó o que engarzó -piedras, cantos de río, ensartados- para Dora Maar, piezas de las que solo se supo a la muerte de ésta.
Mas tarde, probó con la impresión de joyas en cerámica. Algunas se reprodujeron, también en terracota. Otras, por fin, se reprodujeron en oro y plata. En algún caso, Picaso, ya muy mayor, dejó que el joyero decidiera.
La mayor parte de las joyas son broches y colgantes: relieves o incluso estatuillas en miniatura; algunas -piezas únicas, son diminutas pinturas enmarcadas.
Algunas galerías han mostrado joyas producidas en series limitadas. Las joyas de Dora Maar se conocieron cuando se vendieron en subasta. Posiblemente nunca se han mostrado en su casi totalidad.

Una próxima exposición, de aquí a unos meses, en el Museo Picasso de Barcelona, en medio del vendaval de la pandemia, abordará este tema escasamente estudiado y desvelara obras diminutas, con una iconografía reconocible, muchas de las cuales fueron, al menos en los inicios, fugaces testimonios de sus relaciones más íntimas. 

sábado, 23 de enero de 2021

FRANK AUERBACH (1931): LONDRES EN RUINAS

 























El pintor alemán judío Frank Auerbach, huido de niño a Inglaterra e instalado desde entonces en Londres -considerado el mejor pintor británico vivo, tras el fallecimiento de Lucien Freud- quedó impresionado por las ruinas de la ciudad severamente bombardeada por la aviación alemana durante la Segunda Guerra Mundial.
Mas, lejos de lamentarse por las destrucciones, añorar el Londres anterior a la Guerra, u horrorizarse por la reconstrucción desordenada, que no parecía obedecer a plan alguno -casas que se levantaban en medio de solares yermos abandonados durante los años cincuenta y parte de los sesenta del siglo pasado-, una ciudad parcheada, con cicatrices que no curaban, un territorio compuesto de altos y de profundidades, edificios junto a profundos hoyos causados por las bombas, a Auberbach le fascinó la ciudad convertida en un paisaje arisco, abrupto, herido, con picos y abismos, calles rehechas y senderos de tierra sin salida, muy lejos de las ciudades uniformemente construidas, con calles bien alineadas y edificios semejantes, de vidrio y hormigón -aún hoy, el noreste de Londres, cerca de la ciudad olímpica ofrece una imagen parecida de sendas, casas abandonadas o tapiadas, solares yermos junto a campos cultivados, y casas aisladas insólitamente vivas.
Auberbach, inspirado por Soutine, de Kooning y, anteriormente, por Rubens, retrató una ciudad destruida, sombría en sus inicios, sin caer en la nostalgia ni en la poética de las ruinas: una ciudad convertida en un amasijo de volúmenes y materiales insólitamente armonizados gracias a las tramas que descubre entre los restos y que pone en evidencia gracías a gruesas pinceladas que construyen y descubren, hieren las construcciones al mismo tiempo que las sostienen, unos extraños andamios que revelan edificios heridos pero aún en pie; una ciudad que emerge de gruesas capas informes de pintura barridas - contenidas, construidas- por una red inconexa de gruesas líneas.  

Próximamente, una parte de esta serie se podrá ver en una exposición antológica en una galería de arte en Londres, una ciudad en la que ya no podremos ir más.

jueves, 21 de enero de 2021

MARTHA DIAMOND (1944): PAISAJES URBANOS (BOWERY, NUEVA YORK)

 











































Desde este primer cuadro, justo encima, titulado Emplazamiento (Location), la pintora norteamericana Martha Diamond ha retratado una y otra vez el barrio de Bowery en Nueva York.

Bowery....

Corría el año 1990. Unos amigos habíamos subalquilado un "loft", al parecer encantador y bohemio, a unos conocidos que, a su vez, lo habían alquilado a la célebre fotografa Nan Goldin, cuya serie La Balada de la Dependencia Sexual, compuesta por fotografías saturadas de color de amigos yonquis y mujeres maltratadas, echados en sucios camastros, se había producido en este piso.

El piso, muy amplio, no ventilaba. Ratas, chinches y piojos campaban a sus anchas, entre muebles sacados de contenedores, bajo matamoscas negruzcas colgadas del techo, bien adheridos al suelo debido a la pegajosa mugre que lo recubría, aunque en el piso superior, el pintor e ilustrador Perico Pastor vivía y trabajaba en un local impóluto. 

El local estaba a tono con el barrio. Al lado del edificio, un solar vacío estaba poblado por ratas de tamaño gatuno. Del otro lado, un "deli" -una tienda de ultramarinos- se asemejaba a las puertas que llevaron a Dante a los infiernos. Enfrente, un local del Ejército de Salvación, y apenas unos metros más arriba, el mítico antro de música "indie", el CBGB, célebre por las capas de grafitis en las indescriptibles paredes de los sanitarios, donde solían tocar Blondie, los Ramones y Patti Smith -hoy, el local, desmontado, es una codiciada pieza museística del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (MET). Cada noche, patrullas de policia -que nos dejaban pasar, imperturbables-, bajo potentes focos deslumbrantes, arrestaban a traficantes de droga, los brazos en alto, de pie contra la pared, mientras mendigos en las últimas dormitaban sobre colchones extendidos en la acera. Hoy, Bowery es un barrio vegano que acoge el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York.

Éste es el barrio que, en los años setenta y sobre todo ochenta, la artista Martha Diamond ha retratado, con gruesas pinceladas aceitosas, que evocan bien a la vez la suciedad y la fascinación -la ya borrosa añoranza- que el barrio desprendía -un verbo muy adecuado para describir lo que emanaba de este distrito, en la parte baja de la Tercera Avenida.    

Una exposición en una galería de arte de Nueva York celebra la visión y la vitalidad de esta obra, y un homenaje a la ciudad.



(A Encarna y Nuria)