El imaginario de la creación en Oriente y Occidente se sustenta en el poder de la palabra. Los seres "son" porque fueron llamados. El Verbo hizó que las cosas amanecieran -hasta entonces invisibles o inexistentes. Fueran antes o estuvieren ya presentes, el mundo se pobló -se animó- a la llamada del Verbo. Antes, el vacío.
La palabra es efectiva. Incide en el mundo. Dictamina y lo altera. Cuántos mitos cuentan como gracias a unas palabras, enunciadas o cantaban, el mundo se transformó. Desde que Orfeo amansaba a las fieras hasta los gemelos griegos Zeto y Anfión que construyeron las murallas de Tebas gracias al canto, capaz de alzar, desplazar y colocar en el sitio ebido a los sillares, la palabra tiene autoridad. Es la autoridad (la autoridad, como el autor -palabras emparentadas-, son medios para, literalmente -augere, en latín, significa aumentar: bienes, riquezas, vida-, engrandecer el mundo).
Aun hoy, juramos o prometemos solemnemente: nuestra palabra tiene la capacidad de encauzar el destino y determinar lo que haremos y seremos. El poder de la palabra afecta al tiempo pasado, presente y futuro. Los conjuros y las promesas despiertan a los fantasmas del pasado y dan cuerpo a las ilusiones. Faltar a la palabra dada es el peor daño que se pueda cometer. Una palabra mal dada es una puñalada, por que destruye la creencia en un futuro mejor; solo genera dudas y suspicacia. Una palabra no cumplida levanta muros de incomprensión.
Pero no existe un único mundo, profano, prosaico. El mundo de la imaginación, el mundo poético, tiene tanta "verdad", existe "realmente" como aquél. Un mundo paralelo, a veces construido a imagen del mundo de cada día, pero donde rigen unas leyes y moran unos seres que no tienen siempre cabida en el espacio delante del espejo. Es un mundo que la palabra crea, evoca y desvela. Lo que allí suscita, fascina u horroriza. Se instituye como un universo que dobla el nuestro, o se instituye como un modelo o una caraicatura. Pero, desde luego, es un mundo que existe independientemente del nuestro, con sus propias normas, y al que accedemos con los sentidos, la imaginación o el sueño.
No todas las palabras tienen esta capacidad creadora. No todas las palabras son poéticas (en el sentido literal de la palabra poesía: hacedoras, engendradoras, modeladoras de una realidad que hasta entonces no existía). La palabra poética responde a una lógica distinta de la lógica cotidiana. No puede ser juzgada desde los criterios qu rigen en nuestro mundo. Ya Aristóteles sabía que la muerte horrísona se transfigura en el mundo de la ficción. La palabra poética es capaz de hacer soportable los actos más cruentos, inaceptables en la vida real. Nadie acepta una Crucificción, pero la imagen poética y plástica del crucificado preside las alcobas como un signo ante el que nos signamos.
Si la palabra poética crea mundos y la palabra enunciada en un ritual o ceremonia incide en el mundo, esta incidencia puede ser benéfica o maléfica. Las palabras no se enuncian en vano. El viento no se las lleva; afortunadamente, porque ya no tendría sentido hablar o cantar, porque la comunicación sería inútil o sin sentido. No dar crédito o fe a las palabras, no reconocer que son un poderoso medio creativo o destructivo nos lleva al retraimiento, la soledad, la muerte. Debemos saber, medir lo que decimos. Hablar mal de algo o alguien socava la confianza, destruye, con una efectividad mayor que la espalda. Un muerto en guerra es recordado para siempre: la palabra lo mantiene en vida. Un repudiado, es un muerto en vida, del que ya nadie hablará. Todos recordamos a Aquiles. ¿Quien se acuerda de Tersites?
Quizá hayamos confundido hoy la palabra con la palabrería
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