Foto: Tocho, octubre de 2021
La diferencia entre la política y la religión reside en que la primera se ocupa del bienestar general y la segunda del individual; la política se ocupa de cuerpos y la religión de almas.
La política cuida que la comunidad tenga un espacio en el que pueda interactuar, se ocupa de los espacios o intervalos entre personas, de manera que exista aire entre aquéllas y nadie choque, evitando conflictos. La religión en cambio hurga en cada persona, se adentra en su interior. La política regula la vida comunitaria, da instrucciones o promueve reglas de comportamiento general que puedan ser seguidas por todos. La vida personal, lo que ocurre detrás de las paredes no es de su incumbencia y nadie espera que lo sea. La religión no mira a lo que acontece alrededor de cada persona, sino solo a lo que ocurre en su interior, a lo que piensa, cree y sueña y no tanto a lo que hace. Las ideas, no los hechos, son su “dominio” (sobre el que ejerce su poder).
Los políticos hablan a un colectivo; el ustedes es de recibo. Los sacerdotes, los clérigos, mientras, tutean. El trato de usted permite mantener las distancia, lo que facilita tener una visión conjunta de una situación. No se distinguen los detalles pero sí las múltiples relaciones que se tejen y que configuran las cualidades de un conjunto, armónicas o tensas. Quien habla se halla fuera del grupo, a una cierta distancia, pero al mismo nivel. El tuteo, sin embargo, implica proximidad, física y “emocional”, permite un acercamiento hasta lograr intimar con quien se habla, es decir conocer a la otra persona a fondo, saber de sus deseos, temores y secretos. Quien tutea, por tanto, se halla cerca, es o parece cercano o próximo, pero se encuentra por encima de la persona tuteada, a la que trata con amabilidad y condescendencia. Las barreras que permiten el respeto del otro han saltado, y todo lo que hace y sobre todo todo lo que piensa, lo que piensa hacer, es de nuestra incumbencia. Su vida depende de nosotros. Está en nuestras manos. Podremos y deberemos moldear su visión del mundo no sea que mire mal. La moral es de rigor. El tuteo, paradójicamente, es agresivo: ¡Eh, tú! Intimida (porque busca intimar). Obliga a girar inquietos la cabeza, y sentirse de inmediato en falta, como si no hubiéramos dicho o hecho lo “debido”, lo que se espera de nosotros. El tuteo vence cualquier resistencia. Ya solo queda bajar las manos y la cabeza, avergonzados por lo hecho o lo que no hemos hecho, por nuestro comportamiento, nuestra actitud, por los “malos” pensamientos. Se peca también por obra, palabra y pensamiento. Y por omisión. No somos nadie.
Es por esta razón que podrían sorprender unos carteles municipales en la ciudad de Barcelona si no fuera porque el tono no es novedoso. Recurren al tú, como si de un familiar se tratara con el que no podemos, so pena de ser desagradecidos, tener secretos, escondiéndole algo inconfesable, o rechazando la mano tendida, y ofrecen una mirada atenta, amable, preocupada por cada ciudadano, al que se trata como a un niño. Se le indica lo que tiene que hacer y pensar, ser consciente de sus acciones y pensamientos. El tono es ligeramente untuoso, envolvente, casi amoroso. Es afable y comprensivo, y despunta cierto reproche latente hacia el revoltoso que no entiende ni acepta el bien que se le hace. Se busca devolverle por el buen camino, y que regrese como el hijo pródigo si se hubiere perdido. El sacerdote llora si no estímanos sus desvelos, lo que hace por nosotros. Lo siente, es como si cometiéramos una falta, como si estuviéramos en falta. Estamos ciegos, rechazamos la bondad de la luz. ¿Cómo puede ser? Perdónales porque no saben lo que hacen.
Un político nunca abandona a un colectivo en pos de la oveja descarriada. Esta tarea incumbe al sacerdote, a la madre (superiora). En la ciudad de Barcelona, ambas tareas y ambos roles se funden o se intercambian, y los edictos se convierten en sermones que nos dejan claro que se preocupan por cada uno de nosotros, que lo que hacemos y no hacemos, pensamos y dejamos de pensar preocupa a quien nos guía. Tiene que cuidarnos, consolarnos y regañarnos. Se anticipa a nuestros deseos y sabe que córrenos el peligro de que no nos comportemos como debiéramos. Nuestra alma no siempre es pura, y nuestras intenciones no son siempre limpias ni transparentes. Por eso, el sacerdote debe intervenir. No infringimos la ley sino que pecamos. El daño seria irreparable porque afecta el espíritu si el ministro de lo alto no estuviera constantemente alerta.
En tiempos laicos y profanos, el catecismo (palabra que literalmente significa aviso o advertencia que se dirige hacia abajo, a los inferiores, los pobres de espíritu) vuelve por la ventana.
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