El novelista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejó atónitos a los críticos cuando publicó, en 1862, la novela histórica Salammbô. Nadie se hubiera esperado que hubiera escrito un texto así, Cinco años años, Flaubert había editado, la primera novela moderna -y una de las mejores de la historia-, una versión moderna, y con el sexo de la figura protagonista cambiado, del Quijote: Madame Bovary, la descripción más despiadada y lúcida de la vida pequeño burguesa en una ciudad de provincias francesa, falto de hálito, opresiva, sin perspectivas, aburrida hasta la desesperación, en la que los días pasan con la insensibilidad de las manecillas de un reloj, y que las novelas rosas encubren con sus ensoñaciones inconsistentes.
Tras esa piedra ferozmente echada a la charca literaria, que removió hasta los más hondos lodos que afloraron entre sucias burbujas, una novela histórica era, no solo un paso atrás, sino que era incomprensible. Salammbô describe una violenta revuelta de mercenarios en la ciudad de Cartago, durante las guerras púnicas. Cartago, asediada, mal defendida, debe recurrir a la clemencia de sus dioses para sobrevivir. Dioses inclementes, sin embargo, y sanguinarios, a los que han que alimentar y rendir cuentas con sacrificios humanos, una legión de niños, arrancados de sus familias, que se echan a las estatuas de culto metálicas que se calientan con hogueras prendidas en ellas al rojo vivo, y que funden los cuerpos de los seres vivos que se retuercen como hojas de papel de fumar antes de desaparecer convertidos en teas, y columnas de humo.
El texto describe minuciosamente los ritos crueles, con una precisión diabólica, casi irreal. El dios de Cartago parece insaciable -sin duda observa con desprecio como la sacerdotisa cartaginesa Salammbô, no puede dejar de caer en las redes del jefe de los mercenarios rebeldes-, y el número de víctimas inmoladas no cesa de crecer; algunos desesperados, que llevan a cabo los sacrificios, tienen que cuidarse incluso de echar a sus propios hijos a la estatua de bronce.
¿Por qué Flaubert escogió semejante tema, tan alejado del mundo decimonónico que tan bien había diseccionado en Madame Bovary unos pocos años antes? Los problemas con la censura que sufrió jugaron un papel sin duda; no quería correr más riesgos con un tema sulfuroso que tan bien se amoldara al día al día en la vida del segundo imperio. Pero Flaubert lo contó una y otra vez: Salammbô mira al pasado precisamente por el asco que sentía hacia el presente, un presente sin relieve, gris y asfixiante. Flaubert se documentó exhaustivamente. Redactó dos mil páginas a mano de notas; leyó toda la bibliografía existente sobre Cartago; estudió artículos y recensiones de arqueólogos; viajó a Túnez para recorrer las ruinas de Cartago.
Salammbô no es un texto histórico ni las memorias de un arqueólogo, pero trata de reflejar la vida del pasado como Madame Bovary se embebió del presente (ambas víctimas de sus ensoñaciones). Y precisamente por las arcadas que el presente le causaba, retrocedió hacia Cartago, un movimiento que quizá los arqueólogos, fascinados por el pasado, emprenden. ¿Estudiamos el pasado por interés, o por dar la espalda a un presente que rechazamos, sin interés, o que nos repele?
Salammbô conjuga y mezcla rasgos de todo el próximo oriente antiguo: cartagineses, fenicios, asirios, un oriente antiguo pletórico de vida y de sangre, aún no domado por el temor pusilánime al qué dirán, violento, repulsivo y fascinante, una imagen del otro que devuelve la imagen desdibujada y exangüe de quienes y de cómo somos, hoy. Un oriente desmesurado, poblado de esclavos, crueles mandarines, concubinas y opulentos palacios cargados de oro que deslumbran y aplastan por su magnificencia, como un reto hacia los dioses, en el que los asesinatos por traición son moneda corriente
Salammbô sirvió de base para la película italiana de Giovanni Pastrone, Cabiria, de 1914, una deslumbrante y excesiva película que expone los desmanes sin sentido del mundo oriental, lo que justifica su control colonial (que empezaba a extenderse), película que, a su vez, inspiró La caída de Babilonia (1919), de D. W. Griffith -el modelo del cineasta ruso Sergei Einsentein- y que fijó para siempre la imagen de un oriente, antiguo y moderno, que requiere una rápida toma de control antes que su desmesura, su impiedad y su crueldad, afecten la mesura y la humanidad clásica occidental.
Sin Salammbô, y sin la gris vida provincial de Madame Bovary, que solo suscita arcadas, seguramente, la imagen del Próximo oriente antiguo, ya tallada a navaja por la Biblia y los textos clásicos -.y posiblemente la imagen del Próximo oriente moderno- habría sido distinta.
Muchísimas gracias
ResponderEliminarMe alegro que le haya podido ser de utilidad
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