Quizá la palabra mascota evoque realidades que no queremos asumir hoy. Mascotte, en francés, significa fetiche o amuleto: designa tanto lo que es objeto de adoración como lo que creemos que nos protege, un ente o un ser a quien confiamos nuestra vida. Y mascota viene del italiano mascha, que designa a una bruja. Mascota pertenece bien al vocabulario de la brujería y la superstición y se refiere a esperanzas y temores irracionales o infundados, pero que nos ensanchan o nos encogen el ánimo.
Pero no hace falta recurrir a esta palabra. Desde siempre, la expresión animal domesticado ha designado a un animal marcado por el estrecho contacto con el hombre, irrevocablemente distinto del animal salvaje, dominado, domado, pero que forma parte de la domus o casa, de la familia que habita en el espacio doméstico, que hace pues compañía y la revive, aunque al precio de atender, como un doméstico, las necesidades anímicas, los cambios de humor, los miedos y los anhelos de los humanos entre los que vive.
La expresión animal doméstico dibuja bien el perfil, las virtudes, defectos, limitaciones y beneficios para los humanos que envuelven y aportan estos animales, como también evoca la estrecha, a veces opresiva a veces emotiva, relación entre el animal y el hombre.
Parece que esta denominación ya no es válida y se recurre hoy a una extraña expresión, ser sintiente, recientemente legalizada: extraña porque precisa que el animal es un ser (vivo) que siente, lógicamente, toda vez que posee un sistema nervioso. Mas colea la creencia en ls existencia del alma del animal, reviviendo una célebre disputa entre Descartes y Hobbes acerca de la capacidad de los animales de emocionarse y emocionarnos, cuando a menudo nuestros congéneres nos dejan fríos. Las “emociones” animales no nos exigen demasiado. La expresión alude que el animal es cincuenta de nuestros desvelos, lo que reviértete en nuestra satisfacción moral: hemos hecho “el bien” con el menor coste posible.
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