El mito de la torre de Babel no es sino un relato que cuenta las consecuencias de una excesiva ambición humana, que se traduce por el desapego -o el desprecio- del entorno. Las consecuencias, empero, no las pagarán solo los hombres. El peligro que la torre de Babel encerraba no se limitaba a su capacidad de alcanzar el cielo, como si de una infinita, aunque banal, finalmente, escalera se tratara. El texto original en hebreo así lo precisa. La erección de la torre respondía a un doble deseo: hacerse un nombre (según se narra en la versión en hebreo, la Septuaginta y la Vulgata), y -diríamos que ante todo- ver a Yahvé, un detalle -no precisamente irrelevante- que solo aparece en el texto hebreo (וּמִגְדָּל֙ אֶת־ לִרְאֹ֥ת יְהוָ֔ה - lir·’ōṯ Yah·weh), pero no en las traducciones en griego y en latín (“οἰκοδομήσωμεν (…) πύργον, οὗ ἡ κεφαλὴ ἔσται ἕως τοῦ οὐρανοῦ, καὶ ποιήσωμεν ἑαυτοῖς ὄνομα”, “faciamus (…) turrem cuius culmen pertingat ad caelum et celebremus nomen nostrum” -Gn.11:4) que no mencionan el nombre de Yahvé, sino de Urano -el cielo, en griego, ouranos-, ya que, ambas, insisten en el hecho de edificar y no en la finalidad de la obra, o solo en una parte: el buen nombre, la fama buscados (la palabra hebrea shem significa nombre, pero también renombre o fama. Los mortales buscarían no caer en el olvido, ser recordados, gracias a una perdurable construcción, la torre de Babel, al igual que lo hizo Gilgamesh por medio de las murallas de la ciudad de Uruk que mandó edificar, una facultad, la perdurabilidad en la memoria, que poseen en exclusiva los dioses, convirtiéndose en los rivales de la divinidad, o sustituyéndola). Originariamente, por tanto, la torre servía para alcanzar un objetivo imposible: ver, cara a cara, lo invisible, ver a Yahvé, quien, por definición, no se puede ver, como quien contempla cualquier ente o ser material o carnal. El verbo hebreo lir·’ōṯ no se refiere a una visión extática o una contemplación interior, ambas con los ojos cerradas, sino que designa el acto de ver, con una mirada habitual, con los ojos bien abiertos: una mirada que aguanta sin pestañear ni quedar herida la contemplación de la hiriente luz. Y, pues, la torre era, en verdad, un observatorio desde el que ver lo invisible -y quebrar lo que lo funda: su invisiblidad, que lo protege y lo caracteriza-, lo que se esconde, lo que rehúye el contacto humano. Se trataba de alcanzar con la vista a la divinidad, expuesta así a las miradas, denuda, desvelada, frágil, se diría casi que humana. Desenmascarar a la divinidad que rehúye mostrarse a cara limpia, que rehúye cualquier contacto visual, y prefiere tronar en las alturas tras una oscura cortina de nubes. La torre forzaría a la divinidad a mostrarse, permitiendo que los mortales descubrieran lo que aquélla se niega a mostrar o a compartir. El secreto o las claves divinas quedarían en evidencia, y el misterio de la divinidad, al descubierto. La divinidad habría perdido su aureola que la distingue de los mortales. Si su faz pudiera ser contemplada -como si la irradiación ya no fuera cegadora, como si ya no deslumbrara-, ya nada propio lo quedaría: estaría a la vista de todos. Mas, peor suerte podrían, incluso, correr los dioses: aparecer como uno seres irrelevantes, no merecedores de que se les preste atención, indignos de ser contemplados. La miraba resbalaría sobre sus rasgos indistintos. La torre derribaría el misterio divino. El abismo entre mortales e inmortales se sortearía, no porque solo los mortales se crecieran, sino porque los inmortales perderían su altanera condición. La torre se convertiría en un arma poderosa que derribaría a los dioses de su pedestal. La distancia entre los mortales y los inmortales, que mantenía el carácter inefable, el aura de éstos, habría desaparecido. Y los inmortales caídos serían sustituidos por los mortales henchidos por su capacidad de ver más allá de las apariencias, arrancando la máscara de los inmortales.
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