Domingo de Ramos, día de la celebración de la entrada triunfal de Jesús, subido a un burro -un animal real en Israel-, como sucesor del rey David, en Jerusalén, entre los vítores de los habitantes agitando ramas de palmera, seguido de los tres días de ceniza, con el arresto, el juicio, la condena a muerte, la ejecución, la muerte cruenta y el entierro de quien se presentaba y era considerado como el Mesías o el Profeta uncido por la divinidad, el Mediador entre los mortales y los inmortales que los textos bíblicos anunciaban, un periodo sombrío, nocturno, durante el cual el fiel se cubre la testa con ceniza que le recuerda su mortal condición y el polvo con el que está hecho y al que tiene que retornar, al que sucede la deslumbrante apoteosis del profeta resucitado, convertido en dios tras la muerte de su condición humana, y que cierra la historia de un personaje real para dejar paso a la fe en una figura divinizada: esta rápida y convulsa sucesión de acontecimientos, que se conmemoran cada año, los días de luna llena tras el equinoccio de primavera, abren y cierran el periodo llamado de Pascua, una fiesta cristiana que sucede a una fiesta judía que originariamente rememora un previo tránsito de la muerte a la vida, un salto o paso vertiginoso -tal es el significado de la palabra semita pascua-, la salida del pueblo judío de Egipto, el largo éxodo por el desierto, liderados por Moisés, el encuentro de éste con la divinidad y la bendición de sus fieles por ésta, que les devuelve la esperanza de salir con vida del errático viaje, y la llegada tardía a la tierra prometida: un renacer, de la muerte en vida esclavizados en Egipto, hasta la tierra donde establecer el reino divino, el paso de la oscuridad a la luz, un ritual de paso que marca la entrada a una nueva era de plenitud.
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