Nos referimos a ellos como ídolos, astros, estrellas, dioses incluso. Alguno ha creado una iglesia a su alrededor. Generan culto, y producen éxtasis y trance entre los fieles. Acontecen milagros. Se pide la protección de los dioses. Se encomiendan a éstos. Nuestra vida depende de su buen hacer. Sus caprichos son acciones inexplicables que escapan a la humana comprensión. Realizan acciones extrañas, papales, como arrodillarse y besar el campo. Alzan los brazos y levantan la vista al cielo como los profetas iluminados. Sin ellos no somos nada.
Más que un deporte, el evento, habitualmente en domingo, se parece a -o es, en verdad- un acontecimiento religioso. Las derrotas se viven como dramas, como si los dioses súbitamente nos hubieran abandonado. Todo lo que tocan se convierten en reliquias ávidamente poseídas por las masas de los seguidores entregados, que lloran y ríen de felicidad. Sí, estamos hablando de la condición sobrenatural de los futbolistas.
Así que aunque vivamos en un país con separación de poderes entre lo sagrado y lo profano, las iglesias y los parlamentos, y que la fe y las prácticas religiosas coticen a la baja (salvo los días de procesiones pascuales), puede no sorprender la devoción que los deportistas suscitan, pero, aunque ciertamente los dioses se encuentran y tienen conciliábulos, cabría preguntarse si no sería algo exagerado, escrito así devotamente con los ojos en blanco, que los trofeos ganados en los campos de deporte sean ofrendados en procesión (que colapsa la ciudad) a la madre de una divinidad en su morada un templo, como ocurrió ayer, que los deportistas peregrinen a monasterios tras una victoria, o que los estadios posean capillas con imágenes de la divinidad como si fueran sagrados centros de peregrinaje.
Que los dioses me perdonen si he dudado.
Amén