Un conocido arqueólogo francés que excavaba en Siria comentaba hace años que no podía divulgar un hallazgo: restos humanos, a todas luces resultado de un sacrificio, seguramente para asegurar mágicamente una construcción. El temor a dar a conocer públicamente el descubrimiento era debido a que podía ennegrecer la imagen del mundo mesopotámico.
Las tumbas reales de Ur, en Iraq, de mitad del tercer milenio, no solo contenían tesoros. También se acompañaban de decenas de cadáveres, el personal que atendía a los reyes sacrificados y enterrados junto a aquéllos. Tal muestra tan extensa de sacrificios humanos, que rompía la imagen de ciudades-estado mesopotámicas regidas por asambleas de ancianos, dio pie a una interpretación según la cual la muerte había sido voluntaria, los servidores de los monarcas habiendo decidido entregar su vida en favor de sus señores. La cuidadosa puesta en escena con los cadáveres perfectamente alineados, sin manifestar movimientos convulsos de resistencia, parecía alentar esta interpretación, si bien se reconocía el posible uso de drogas. El relativamente reciente descubrimiento de heridas mortales en el cráneo producidas por un objeto metálico punzante ha desdibujado la escena. El sacrificio fue un asesinato (precedido seguramente por la ingesta, forzada o por desconocimiento, de una droga).
Del otro lado del Atlantico, artistas contemporáneos de America de Sur, como los que se exponen en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, manifiestan su admiración por las altas pirámides aztecas, incas o mayas, sin darse cuenta que éstos altares o bases de templos, se regaban con la sangre de decenas o centenares de víctimas, prisioneros de guerra.
Hasta el mismo Homero pareció horrorizarse de los sangrientos sacrificios humanos que un colérico Aquiles ordenó ejecutar en honor de su amante Patroclo, víctimas todas ellas prisioneros de guerra.
Los sacrificios humanos han acompañado la construcción de los monumentos del pasado. Los relieves asirios, acadios, romanos o mayas que recuerdan las hazañas de los monarcas muestran cómo éstos pisotean a sus prisioneros con saña o indiferencia, antes de ejecutarlos, mientras aquellos alzan sus brazos suplicando, en vano, compasión.
Las cabezas decapitadas de prisioneros que los íberos clavaban en lo alto de las estacas, las matanzas de Julio Cesar en Galia, los imágenes atroces de sacerdotes aztecas revestidos con la piel de sus víctimas despellejadas, las confesiones obtenidas por tortura de tribunales europeos hasta el siglo XVIII, la historia que la arqueología desvela es una historia de dominación y muerte a menudo.
No escasean templos de cualquier culto levantados (por prisioneros) para celebrar el triunfo en una batalla.
¿Cuántas veces Babilonia fue arrasada y reconstruida - por prisioneros de guerra?
El mismo esplendor de la Barcelona medieval ciega a veces sobre uno de los primeros pogromos de la historia en la Edad Media, una ciudad cuyos mercenarios asolaron a sangre y fuego la ciudad de Atenas.
Es célebre la afirmación del ensayista alemán Walter Benjamin -basada en una cita de Flaubert, según el cual es la tristeza por tantas pérdidas y muestras de inhumanidad, la que lleva al estudio del pasado- quién sostuvo que el estudio de los monumentos como signos o muestras de civilización en el pasado, no debe hacer olvidar que palacios, templos, tumbas, ciudades, levantados para honrar el nombre de monarcas, sacerdotes, antepasados y comunidades, son también muestras de barbarie, alimentadas por la sangre de las víctimas de las contiendas.
La civilización es la cara presentable de la barbarie agazapada -a menudo obviada, silenciada u olvidada, una barbarie que empañaría la imagen del pasado que nos queremos dar si no miráramos hacia otro lado. Se organizan muchas exposiciones sobre grandes monarcas, desde Alejandro hasta Napoleón. Pero si se observa con detenimiento los triunfos esculpidos -desfiles y sacrificios, guerras y sentencias (Dies Irae)- se puede descubrir un rostro muy distinto que da cuenta de historias y tragedias de las que los espléndidos monumentos no narran.
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