Lamentarse sin duda no sirve para nada. Ni destacar una obviedad, lo que se da por hecho y sabido. Tan solo queda recordarlo si es que se hubiera olvidado de tan evidente.
No se da ningún acontecimiento cultural (anuncio o inauguración de una exposición, una conferencia, un estreno, una presentación, etc), que no “requiera” “contenidos” para “alimentar” las llamadas redes sociales (un oximoron: una red implica una trampa que aprisiona, mientras que un tejido social debe garantizar la libertad personal -de relacionarse con los demás). Hasta los programas universitarios, los contenidos de las asignaturas de grado y de postgrado rinden pleitesía a las “redes”, y exigen que los docentes redacten o preparen “contenidos” gráficos y escritos adecuados a dichos medios: es decir, tan breves que puedan ser recorridos en un abrir y cerrar de ojos.
Las razones que se aducen para defender la tan peculiar forma con la que se tienen que presentar los “contenidos” -frases cuyo enunciado no supere un minuto (que deben repetirse a toda velocidad si el tiempo se supera), textos de menos de un centenar de caracteres, es decir, apenas dos líneas de texto (los periódicos digitales indican claramente -garantizan, imploran- los segundos, en el mejor de los casos, los minutos, necesarios para leer un texto), filmaciones de segundos de duración, conferencias de tres minutos (ni unos más), brevedad que se defiende como una virtud porque “no hay tiempo”- son conocidas: los “jóvenes” no “profundizan”, son adictos a la inmediatez, la atención desfallece apenas se inicia la visión de una pantalla, la sucesión incesante y rápida prima sobre el detenimiento -las imágenes parecen programadas para desfilar a ritmo de marcha, sin vuelta atrás-, sin que nos demos cuenta que estas actitudes no preexistían, sino que han sido creadas y azuzadas por la manera misma con la que se configuran los “contenidos” -que no pueden ser reflexiones, ya que requieren tiempo para exponerse-, qué se lanzan como quien alimenta al ganado para contentarlo, actitudes que no pueden desactivarse porque no se divulgan textos que se toman su tiempo, ni se vean sustituidos apenas aparezcan ante los ojos.
Las bibliotecas se han convertido en mediatecas, apenas contienen libros, ni mesas para apoyar los codos y concentrase en el estudio -la nueva biblioteca (la mayor del mundo, se anuncia) de Rem Koolhaas, en Doha, del tamaño de una terminal de aeropuerto, carece prácticamente de áreas de estudio. Toda la biblioteca se organiza alrededor de un bar, y el otrora habitual gesto de bajar la cabeza hacia un libro se ha sustituido por alzar la cabeza con la mirada atónita hacia un espacio descomunal y vacío, un vacío real y simbólico encapsulado. No hay tiempo de leer y escribir, no hay nada que leer, y el tiempo corre…. ¿hacia dónde? La respuesta tan obvia casi asusta (o ya deja indiferente ante la evidencia, la inevitabilidad).
No debe ser casual que los nombres de las “redes sociales” más en boga, una que se refiere desvergonzada, descarnadamente a la instantaneidad, y otra, en la que las escenas duran diez segundos, sea el del sonido mecánico de un metrónomo, o un reloj: tic toc tic tic…. ( el mismo martilleo incesante ante el que no podemos hacer oídos sordos ni taparnos los oídos, y que señala el tiempo que se nos consume y nos consume). El tiempo concedido ya ha caducado. El siguiente…. Y así, hasta….
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