Los alumnos de una misma clase, año tras año, son un fulgurante gesto que deja con un palmo de narices al inmisericorde paso del tiempo. Son inmunes. Incólumes a su poder destructor. Cada año, en la misma aula, los alumnos son idénticos a los del año anterior, a quienes ocuparon las mismas sillas, ante los mismos pupitres decenas de años antes. Nosotros, los profesores, cambiamos a cada momento, alejándonos, sin darnos cuenta, cayendo en la cuenta demasiado tarde, afortunadamente, de nosotros mismos, siendo nuevas personas a cada instante, y los mismos alumnos, al acabar el curso, caen presos de las tenazas del tiempo, que les esperan en el umbral del aula, que no habían podido con ellos durante el curso, y empiezan de súbito a cambiar. Quien abominaba de tener hijos crea una familia numerosa; quien denunciaba el trato prepotente, despreciativo o condescendiente de los profesores, trata a sus alumnos cómo fue tratado y recibe con desprecio y hastío las mismas denuncias que emitió cuando se sentaba en la misma aula en cuya tarima hoy preside; quien rehuía los grandes estudios que no pagaban a los estudiantes que se esforzaban en horas extras impagadas los fines de semana hasta altas horas de la madrugada, reclaman a los estudiantes que lleven a cabo lo que ellos mismos realizaban bajo presión; los que pasaban las horas de clase de fiesta reclaman la asistencia obligatoria a sus lecciones, quien estudiaba con fastidio asignaturas que le resbalaban, hoy las imparte con ahínco y entusiasmo -lo contrario también ocurre, bien evidentemente-, y quien no era capaz de hablar en público hoy no duda en inaugurar los años académicos. Nos alejamos de lo que fuimos hasta casi ya no reconocernos en la imagen que no queremos recordar. Los alumnos de una misma clase, en cambio, piensan lo mismo que quienes fueron alumnos, nosotros mismos, hace un tiempo cada vez más largo. Sus esperanzas, temores, ambiciones y recelos apenas han variado. El tiempo, fuera del aula, no tiene perdón. Pronto se darán cuenta. No es una maldición ni un consuelo, sino una constatación. Una mirada cínica sostendría que el tiempo pone coto y derriba los sueños. Una mirada lúcida, por el contrario, descubre la pervivencia de los sueños con los que el tiempo no puede, una sustancia etérea y pétrea a la vez , moldeable y rocosa, signo de humanidad, que alienta lo mejor de cada uno. Cambiamos, renunciemos, mas otros, jóvenes como fuimos, ocupan nuestro lugar, lo queramos o lo detestemos, asumen sin tener que se conscientes una llama que a su vez entregarán, apenas la última alerta que señala el final del curso resuene en todas las aulas, a la que el revuelo de los días de vacaciones sucede antes de desvanecerse, a los nuevos ocupantes de las aulas unos pocos meses más tarde, manteniendo la confianza en un cambio que no será el que se espera, que se espera siempre, y mantiene el sueño en una próxima transformación que, por siempre detenida, siempre es anhelada, lo que da sentido a la vida. Los sueños, paradójicamente, son, como los estudiantes de una misma aula, inmunes al tiempo. Mas, el sueño no consiste en permanecer incólumes al tiempo, un estudiante toda la vida sin cambios, pues tenemos el deber de ceder el puesto, para que la savia del sueño no se detenga - y llegue, ahora sí, el fin.
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