Juan Carreño de Miranda (1614-1685): La niña Eugenia Martínez Vallejo, La Monstruo, o Baco, 1680. Madrid: Museo del Prado
En la corte española del último rey Hausburgo, Carlos II, un joven marcado por la consanguinidad, que moriría joven, sin descendencia, una corte poblada de enanos y deficientes mentales cuya función consistía, como si fueran juguetes, en poner en evidencia, por comparación, la “grandeza” y las “luces” -cortas, por lo que parece, del rey- de la familia real y de los cortesanos, llegó una niña de seis años afectada de una enfermedad degenerativa. Aunque el rey la vistió como un miembro más de la corte, mandó retratarla vestida y desnuda, por el pintor de la corte Juan Carreño de Miranda (uno de los mejores pintores españoles de todos los tiempos), que la convirtió en una efigie divina, el dios Baco.
La niña era conocida por el apodo de La Monstrua.
El museo Del Prado, en arras de borrar cualquier alusión denigrante, ha eliminado el apodo del título de la obra.
¿Es monstruo un nombre denigrante? Monstruo, que viene del latín, significa, literalmente, digno de mostrarse. Esta dignidad proviene de la singularidad de lo que se muestra. Lejos de la indiferencia, la vulgaridad, la imagen neutra, aséptica o indiferente, lejos de la ausencia de cualidades sensibles, lo monstruoso es una aparición a la que se le debe prestar atención. El monstruo no deja indiferente, no pasa desapercibido, sino que existe para ser el centro de las miradas, para ser contemplado. No se oculta, sino que se revela. Reclama la atención.
Esta exposición de la niña Eugenia Martínez hoy es inconcebible, tanto por el desnudo como por la exhibición de su cuerpo afectado por una enfermedad.
Pero el cuadro no está realizado para nuestros ojos, ni denota nuestra mirada, sino la mirada que se tenía hace más de trescientos años; una mirada familiarizada con la extrema miseria y las enfermedades corporales que no se sabían curar, que no se podían curar, percibidas como señales divinas, no necesariamente nefastas. Se trataban de prodigios que anunciaban cambios. Los monstruos, como los seres y los entes singulares o imaginarios, eran la manifestación de la diversidad y la potencia creativa, a menudo inexplicable, de la divinidad. Señales de difícil o imposible desciframiento, mas señales enigmáticas al fin..
Eliminar el apodo La Monstrua, impide que seamos conscientes de cómo se percibía el mundo a finales del barroco, un mundo lleno de signos, que denotaban superstición, credulidad y capacidad de asombro -que hoy no tenemos. Gracias al cuadro vemos el mundo como se veía entonces. Y lo que descubrimos puede gustarnos o no, seguramente, pero nos educa.
Gracias al apodo nos damos cuenta de la distancia que media entre la mirada barroca y la nuestra. Sin aquél, la niña de seis años, perdida cualquier alusión mitológica, se convierte en un caso médico que no querríamos ver.
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