jueves, 9 de mayo de 2024

Oratoria

 “ suponiendo, como supongo, que es arte de bien hablar, se ha de confesar que ella contribuye para que el orador sea hombre bueno. Y cierto que aquel Dios, primera causa de todas las cosas, y autor de todo el mundo, por ninguna otra cosa distinguió más al hombre de los irracionales y mortales brutos que por la facultad de decir: pues vemos que nos exceden en la grandeza de sus cuerpos, en las fuerzas, en la robustez, en el sufrimiento y en la velocidad, y que ellos menos que nosotros necesitan de ayuda ajena. Porque la velocidad en andar, el alimentarse y el nadar lo aprendieron de la naturaleza sin otro maestro. La mayor parte de ellos se defienden del frío con su misma piel, tienen sus armas naturales y el alimento a la mano: cuando al hombre todo esto le cuesta mucho trabajo. Pero a nosotros ella nos dotó de razón, como cosa la más principal, por la que quiso que nos pareciésemos a los dioses inmortales.”

(Quintiliano: Instituciones oratorias, II, xviii)


Seguramente no debería ser yo quién redactara este comentario. Iba poco a clase en la facultad por miedo a que el profesor me hiciera salir a la pizarra y me interrogara en público, no porque no me supiera la lección, sino porque tenía que exponerla en público. Hablar en público sigue siendo una montaña, ya no en el aula, pero sí en reuniones y asambleas. El tartamudeo y la confusa elocución se imponen y lastran la comprensión, provocándome vergüenza cuando recuerdo el momento de la intervención fallida, aún más fallida cuando se me pide mi opinión en voz alta ante la mirada de los asistentes

Tratando de olvidar u obviar  la impertinente intervención, se observa en reuniones la cada vez más deficiente oratoria de docentes y de estudiantes. Representantes escogidos hablan de manera confusa y breve, o sin fin, impidiendo que se sepa cuál es el argumento o el punto de vista que se pretende enunciar. La dispersión , la confusión y la falta de síntesis lastran las intervenciones públicas de representantes de colectivos. 

No sabemos hablar en público.

La oratoria no es solo una manera excelente de comunicarte, sobre todo, de persuadir, sino que es el medio más acertado o efectivo de pensar. Hablar en público no es solo hablar, sino que es pensar en público, un pensamiento que se construye a medida que se enuncia. Lo que queremos expresar solo se descubre, tanto para el orador como para el oyente, cuando se enuncia y a medida que se enuncia. Las palabras pronunciadas tienen vida propia. Aparecen y se organizan de un manera que, en la callada meditación, en un diálogo con uno mismo, no se configuran. Pensamos cuando hablamos. Pensamos bien, es decir con acierto, perspicacia, lucidez, cuando nos expresamos ante los demás; una expresión que requiere poder y saber hablar con soltura, sin escucharse hablar, con el apoyo de la gestualidad. Un orador no solo ocupa un espacio sino que lo crea.

 El buen orador, además, no solo habla, sino que sabe cuando quedarse en silencio, un alto que refuerza lo que acaba de enunciar y anima lo que contará tras esta pausa. Hablar bien es saber estar y saber callar: callado y sin embargo no mudo, paradójicamente, porque el silencio puede ser elocuente y reforzar lo enunciado. El habla sin silencios, en cambio, es una habla ininteligible, como si no se dijera nada, como si contásemos naderías.

La oratoria -el hablar en público- exige memoria. El recurso a la lectura, con la mirada fija en un documento escrito, sin poder levantar la vista y mirar a los ojos de los oyentes, hunde una exposición pública. El orador parece hablar para sí. 

Mas, la memoria se adiestra. El ejercicio del recitado público de poesías que se debían aprender de memoria, cuando el alumno era invitado u obligado a alzarse para recitar en voz alta lo aprendido, era un ejercicio que se practicaba en las escuelas. Ejercicio temible y fastidioso , cuya necesidad no se percibía, y que ha caído en el olvido. Hoy se descubre sus beneficios. Ya no sabemos cómo alzarnos, prepararnos para hablar en público, es decir, pensando que nos dirigimos a unos oyentes a los que tenemos que seducir y convencer. Oyentes predispuestos a la escucha, atentos, pero que pronto pueden ser víctimas del desafecto si el orador es incapaz de atraparlo.

Si pensar es saber hablar, nuestra actual incapacidad por hablar en público lastra nuestra capacidad reflexiva. Y sin reflejos no sabremos cómo encarar el mundo no reaccionar ante él. Solo cabrá el silencio embarazoso de quien ya nada tiene que decir, vencido, sin convencimiento ni ideas propias, la mente en blanco , como si ya no fuera de este mundo.




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