El texto aquí reproducido es una versión larga de la Introducción del libro, que está en prensa.
El texto estará en francés en el libro.
Llegará a las librerías francesas a mitad del mes que viene (marzo).
INTRODUCCIÓN
«Comprendo muy bien que la gente de nuestro país solo tome sus propias costumbres y usos como modelo y norma de conducta, pues es un defecto muy común, no solo entre la gente "de abajo", sino entre casi todos los hombres, el no poder imaginar vivir de otro modo que conforme a lo que se hace en el lugar donde nacieron.»
(Montaigne: «De las costumbres antiguas», Ensayos)
La antigüedad suele fascinar. Se la concibe como una época en la que todo lo que emprendía el ser humano era hermoso, perfecto y duradero. Las ruinas son testigos del esplendor del pasado, despertando nostalgia y admiración. La comparación con el presente siempre favorece al pasado, percibido como un tiempo inaccesible para el presente, considerado profano, vulgar, e incluso inferior a la grandeza de épocas pasadas.
No es la realidad del pasado la que prevalece, sino el mito de la antigüedad: un tiempo fuera del tiempo, anterior al tiempo cotidiano, habitando relatos míticos y legendarios, envuelto en el resplandor que evoca el mito. La antigüedad se concibe como un modelo inalcanzable, pero que, sin embargo, debe ser siempre considerado como una guía a seguir e imitar, excepto cuando llegan tiempos de revolución, aunque estas a menudo también recurren al pasado, a un pasado diferente, pero igualmente grandioso y considerado posible de recuperar en la Tierra.
Fue el azar lo que llevó a Napoleón a intentar conquistar Egipto para cortar la ruta que conectaba a Inglaterra con sus colonias en el Lejano Oriente, y así descubrir la cultura faraónica. Sin embargo, el azar no tuvo ningún papel en el éxito de la Egiptomanía en la Francia revolucionaria. Se presentaba ante los ojos de los franceses una cultura de una naturaleza distinta, imaginada como radicalmente diferente de la decadencia rococó de la monarquía: sobria, austera, poderosa. Un modelo a seguir, exótico por un lado, misterioso por su escritura y creencias, pero al mismo tiempo más accesible que las culturas del lejano Oriente.
Egipto fue admirado por Platón, quien, según la leyenda, adquirió su conocimiento en los templos de Tebas, y por los romanos, que no dudaron en saquear templos para arrancar y trasladar obeliscos a sus plazas, tan lejos de su lugar de origen. La Egiptomanía causó estragos, cuyos efectos aún se sienten hoy. Todo lo relacionado con el antiguo Egipto parece estar dotado de un poder mágico que cautiva la atención del público y representa un tesoro inagotable de riquezas cuyo final nunca parece llegar. ¿Llegará el día en que el Egipto faraónico deje de encender la imaginación de los pueblos? Ese día parece aún muy lejano.
Sin poder ni querer luchar contra la Egiptomanía, la Assyriomanía también estalló en el siglo XIX, durante el imperio del segundo Napoleón (Napoleón III), especialmente en Inglaterra, pero también en Francia. Las excavaciones arqueológicas en sitios neoasirios del norte de Irak, mencionados y malditos en la Biblia, y el traslado de relieves y esculturas monumentales, así como tablillas de arcilla con inscripciones cuneiformes transcribiendo mitos conocidos por versiones posteriores en la Biblia, como el mito del Diluvio, contribuyeron en gran medida a este fenómeno.
A pesar de las críticas negativas que recibieron estas imágenes, consideradas muy inferiores al arte canónico griego, su expresión de un mundo bárbaro, cruel y arrogante, dominado por divinidades monstruosas, despertó una profunda fascinación. La rivalidad entre los grandes museos europeos, el Museo Británico en Londres y el Museo del Louvre en París, fue una de las principales razones por las cuales estas instituciones comenzaron a coleccionar y exhibir permanentemente obras monumentales, no siempre apreciadas, pero cuya posesión simbolizaba la importancia y el poder del museo frente a sus rivales.
La Biblia y el gusto por el exotismo y el orientalismo jugaron un papel clave en el éxito del arte del Antiguo Oriente Próximo en el siglo XIX entre un público urbano, burgués y relativamente culto. En esa época, el mito del Diluvio aún no se percibía como un préstamo tardío de un mito babilónico o acadio más antiguo. Por el contrario, la Biblia mencionaba repetidamente ciudades como Babilonia y centros neoasirios como Asur, Nínive y Nimrud, entre otros. Todas estas ciudades eran presentadas como lugares de corrupción y desenfreno, cuya influencia negativa debía ser erradicada sin piedad.
La profecía de la destrucción de Nínive, su dispersión y desaparición, resuena en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Estas ciudades eran enemigas de la ciudad santa, Jerusalén. Además de ser rivales declaradas que terminaron por imponerse sobre Jerusalén, encarnaban valores y creencias opuestas a las exigidas por Yahvé. Con su tamaño y poderío militar, estas ciudades oprimían a las pequeñas poblaciones de Israel, especialmente cuando se las veía como instrumentos de la voluntad divina para castigar la idolatría.
La imagen de las ciudades neoasirias y de Babilonia permitía que Jerusalén y las ciudades de Israel destacaran como centros de paz con Yahvé. Pero estas ciudades malditas no eran débiles ni indefensas. Por el contrario, eran poderosas y podían servir a la ira de Yahvé para castigar los desvíos de Israel. Así, las ciudades del Antiguo Oriente Próximo se convertían en instrumentos de la justicia divina, implacable e incomprensible para los humanos.
La Biblia alentaba la exploración de estas ciudades malditas para verificar la veracidad de las profecías y las intervenciones destructivas de Dios. El Dies Irae —la furia divina— no era una simple metáfora: la destrucción de ciudades era una prerrogativa de Yahvé, que no dudaba en ejercerla o amenazar con ello. Su cólera siempre pendía sobre la vida cotidiana de las ciudades de Israel, y las ciudades neoasirias se convertían en armas eficaces al servicio de su justicia.
Ciudades de violencia, de desmesura y de inmoralidad, pero también ciudades fascinantes, temidas y evitadas. No obstante, su poder y su arquitectura monumental atraían todas las miradas y ejercían una irresistible fascinación. La Biblia, ya sea de manera intencionada o astuta, con sus descripciones del exceso y la crueldad de las ciudades neoasirias, despertaba el deseo de conocer in situ lo que las leyendas y relatos transmitían. Un recordatorio de la ciudad santa no habría atraído la atención con la misma intensidad a lo largo de los siglos.
La imagen occidental de las ciudades neoasirias y de Babilonia debe mucho a las crónicas bíblicas, con su estilo vigoroso y dramático. Ojo por ojo, diente por diente. Y que corra la sangre.
El arte mesopotámico refleja bien esta mezcla extraña y atractiva de horror, violencia y grandeza imponente, pero también de inhumanidad. A diferencia de la inexpresividad de las estatuas griegas, las imágenes mesopotámicas transmiten una sensación de fuerzas brutas y enigmáticas. Su iconografía parecía primitiva a los ojos occidentales del siglo XIX, no por falta de técnica, sino por su incapacidad de sugerir un mundo interior, a diferencia de las esculturas griegas, que equilibraban cuerpo y espíritu.
La fascinación por el arte mesopotámico está ligada también a la búsqueda europea de los orígenes de la cultura occidental. Ya fuera la indagación sobre los indoeuropeos, los egipcios, los griegos o los mesopotámicos, Europa, obsesionada con los relatos fundacionales, siempre quiso establecer una raíz originaria.
Este estudio tiene como objetivo analizar ejemplos de la influencia del imaginario del Antiguo Oriente Próximo en el arte occidental mucho antes de las primeras excavaciones arqueológicas europeas en la región.
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