Un verbo ha irrumpido, zarandeando los muros más sólidos de museos europeos y norteamericanos: descolonizar.
El prefijo de-, del latín dis-, indica la reversión de una acción. Descolonizar significa revertir, anular el acto de colonizar: no solo se pone freno, sino que se restaura lo que ha sido alterado -cultura, creencias, juicios y prejuicios- por la colonización.
Cabe preguntarse si este verbo es apropiado.
La descolonización museística conlleva la explicación detallada de lo que aconteció para que la obra expuesta haya tenido lugar: trabajadores, condiciones de trabajo, materiales empleados, extracción de los mismos, modelos artísticos y temáticos impuestos, censuras, condiciones de venta, intercambio o expolio, etc.
La pregunta que quizá cabría hacerse es : ¿qué sentido, qué función cumplen estos datos? ¿Cómo afectan, si es que afectan, el juicio que la obra merece -pues un museo expone al juicio público unas obras para que sean percibidas e interpretadas, enriqueciendo, corroborando, contrastando o negando la visión del mundo de cada visitante?. La confrontación con la obra, en algunos casos, puede provocar un replanteo de lo que somos y de lo que hacemos. La obra es un espejo que nos revela lo que somos y nos manifiesta lo que no podemos o queremos ver.
¿Como debemos percibir una obra de arte? ¿Informados o desinformados? El encuentro con la obra debe darse a cara limpia, o con la lección aprendida?
Ambas concepciones tienen sus defensores. La información puede ayudar a apreciar y a entender una obra, o puede distorsionar nuestro aprecio, nuestro disfrute, o nuestro aprendizaje. La lección estética y moral que una obra nos da puede fracasar, o llegarnos con más claridad si no acudimos ante una obra con las manos en los bolsillos.
La descolonización museística no cambia la historia, pero puede ayudarnos a entenderla mejor -para no repetirla. Puede beneficiar la comprensión de la obra y entender el complejo trasfondo que la ha alumbrado, un complejo en el que el sometimiento, el dolor y la rabia han podido estar presente, como posiblemente ha estado rondando en muchas obras desde los albores de la historia. ¿Cuántos muertos carga sobre sus espaldas el Partenón, las tumbas de la primera dinastía China, o las pirámides de Tenochtitlan? Y ¿cuántas esperanzas han despertado o han quebrado?
Las obras de arte pueden poner buena cara al mal tiempo. Saberlo no impedirá que esta fenómeno se haya dado y pueda volverse a dar. Pero nos ayudará quizá a entender que la obra de arte es una creación humana y, por tanto, una creación en la que se mezcla la ilusión y la mezquindad, el desprendimiento y la imposición; la muerte incluso.
La creación blanca, sin vergüenzas, es angelical: no es humana. Saberlo no implica aceptarlo. No cabe justificación alguna. Solo tratar por todos los medios de reparar al momento el daño, quizá inevitable, cometido, una reparación que no es un blanqueo sino un reconocimiento -sin aspavientos, resentimientos, dedos acusadores, ni golpes en el pecho, para aliviar la conciencia- que cualquier acción creativa es violenta -y necesaria, y posiblemente imposible de liberar de la violencia.
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