Así, por ejemplo, el número siete se escribía con un signo que se leía imin. Pero imin se podía descomponer en i y en min: i era cinco; min, dos. El propio nombre del número siete ya contenía la suma que lo había generado. Siete, en sumerio, se decía dos-cinco (como, hoy, en francés, noventa se dice cuatro-veinte-diez, quatre-vingt dix).
Pero, también ocurría que i era un verbo que significaba triunfar, ganar en una batalla, y min (o mana), compañero de armas. Así que el número siete era el número de la victoria, y siete partes, siete unidades tenían que tener, por ejemplo, las armas o las defensas de una ciudad. Por no hablar de la estructura del cielo triunfante.
Algunas cifras se asociaban a divinidades. El dios supremo, el dios del cielo, An, tenía que equivaler, o contener la unidad, es decir el número sesenta. Su hijo predilecto Enlil, tenía un valor menor, por ejemplo cincuenta.
Cada ciudad estaba asociada a una divinidad. Cada una poseía un dios tutelar. En ocasiones, incluso, la ciudad y el dios que velaba por ella (porque la había fundado) tenían el mismo nombre. Así Asur, nombre de la capital asiria, y del dios principal del panteón asirio, y de la capital, en particular.
Los nombres de las ciudades tenían varias lecturas, ya que cada sílaba podía equivaler o corresponder a un número. Por otra parte, la suma de las cifras "contenidas" en el nombre de la ciudad, podían corresponder -o tenían que corresponder- con la cifra asociada a una divinidad, sin duda, la divinidad más y mejor relacionada con la urbe.
El nombre de la ciudad sumeria o mesopotámica en general no era gratuito. Contenía una información valiosa: las medidas de la muralla, del límite de la ciudad; el perímetro del espacio construido. El nombre, entonces daba la clave que permitía, de inmediato, imaginar la ciudad construida. Los planos, de algún modo, eran innecesarios. Todo lo que se requería para construir estaba en el nombre: las claves o cifras con las que planear y edificar la ciudad.
Para fundar una urbe, el proyecto arquitectónico o urbanístico era secundario. El nombre, por el contrario, era todo. Aportaba los datos suficientes para plantear el inicio de la obra. El nombre era la ciudad. Invocaba a la divinidad, la cual, de inmediato se materializaba en las formas que se tenían que levantar.
Este manera de proyectar apenas pudo darse en Sumer, ya que las primeras ciudades no fueron fundaciones de nueva planta, sino el resultado de la asociación de pueblos ya existentes (de origen quizá neolítico) y cercanos, logrando lo que en Grecia se denominó el sinoicismo: la unión de pueblos y mercados con intereses y creencias comunes.
Pero los emperadores neo-asirios, en el primer milenio, sí se embarcaron en la fundación de ciudades y colonias sobre territorios vírgenes. En estos casos, los límites amurallados de la ciudad, y la disposición de los palacios y los templos, estuvo bien planificada. Las medidas con las que se moduló los distintos cuerpos y espacios, y con los que se les relacionó, estaban ya contenidas en todos los juegos verbales a los que daba pie el nombre de la ciudad, juegos que podían alterarlo, transformarlo (creando un gran número de variaciones casi musicales que desplegaban toda la potencia, todas las medidas del nombre, es decir de la ciudad que se iba a fundar), asociarlo con otros nombres, hasta lograr desvelar las cifras secretas que los dioses tenían en mente y que habían comunicado a través de su nombre y del nombre de la ciudad cuya fundación inspiraban.
Pues ningún rey se hubiera atrevido a construir sin el consentimiento divino, ni hubiera escogido cualquier nombre para la ciudad. El nombre lo era todo. Daba las medidas de lo designado. Permitía tomarle las medidas, es decir emplazarlo, presentarlo, crearlo.
Los arquitectos tenían que ser letrados, y la creación era verdaderamente poética, pues daba primacía al verbo; verbo divino, en el que refulgía la perfección de los números, que permitía el ordenamiento, la puesta en orden del mundo.
Debió de ser fascinante la estructura mental del individuo -letrado- sumerio, con todas esas 'nubes de significados' cuales aureolas en forma de signo...!
ResponderEliminarPedro, senzillament deliciós!
ResponderEliminarSalut!!!
Hola Ángel y Joan
ResponderEliminar¡Gracias por los comentarios!.
La simbología numérica de letras o palabras se dio mucho más tarde en la mística judía con resultados fascinantes; así la Cábala no hace sino prolongar las especulaciones mesopotámicas.
Es cierto que las características del vocabulario y la escritura cuneiforme y alfabético-semita han permitido estos juegos, que también han existido en el cristianismo, pero partiendo de las representaciones plásticas (los emblemas), no de las palabras. (la numerología sí se ha dado en el cristianismo, sin embargo, y los números "sagrados" -doce, siete, tres, uno, etc.- están detrás de muchas de las proporciones de iglesias y catedrales, y del número de elementos como pilares, etc.). La alquimia no es más que la cábala en imágenes.
Juegos, sin duda, mas juegos practicados en serio, y que pueden explicar algunas características de la arquitectura antigua.
Saludos
Pedro