Aunque Ulises intuía que no tenía que adentrarse en la isla en la que su nave había naufragado, la falta de alimentos y las adversas condiciones le obligaban a explorar lo que parecía un islote desértico y selvático, si no fuera por algunas columnas de humo que aquí y acullá despuntaban.
Junto con algunos compañeros, Ulises se alejó de la playa. Pronto, en medio de un abrupto acantilado, halló una cueva en cuyo interior se almacenaban alimentos. No bien hubieran entrado, unos pasos que retumbaron les infundieron terror; apenas tuvieron tiempo para esconderse. Un gigante con un solo ojo -o con tres- entró, junto con un rebaño de ovejas, y tapió la boca de la cueva con una roca que ningún humano podía desplazar. Fue entonces cuando el Cíclope descubrió a Ulises y a sus compañeros.
En el imaginario griego antiguo, bien ilustrado en los textos de Homero (la Odisea), la isla de los Feacios, gobernada sabiamente desde una ciudad fundada según el rito adecuado, y bien planificada, dotada de todos los elementos sagrados y profanos que constituían una urbe (templos, asambleas, viviendas: las tres estructuras que, según Platón, constituían una ciudad ideal) se oponía a la isla del Cíclope y a su morada.
El Cíclope no era humano: gigante, deforme, dotado de uno o de tres ojos. No cultivaba la tierra; era un pastor, no un agricultor; vivía aislado en una cueva; desconocía el arte de construir pueblos y ciudades, de crear comunidades; como las bestias salvajes, ingería carne cruda. Sabía encender fuego, mas éste no simbolizaba el hogar.
El Cíclope pertenecía al orden de la naturaleza; no había sido educado, civilizado; las características de su propio cuerpo y su manera de comportarse eran la prueba visible de su pertenencia al mundo salvaje, ajeno a las pautas del espacio civilizado.
Los griegos también oponían Ítaca, la isla y la ciudad del mismo nombre de Ulises, a la cueva del Cíclope. Al mismo tiempo, en ausencia de Ulises, el desorden que se había adueñado de Ítaca, en la que campaban a sus anchas los pretendientes de Penélope, esposa de Ulises, -que desconocía si éste seguía vivo tras su partida, veinte años antes, a la guerra de Troya-, la acercaba al mundo ciclópeo.
El espacio del Cíclope, entonces, era el paradigma del espacio del que el ser humano tenía que apartarse. Poseía todos los rasgos inversos a los del mundo del espacio urbano, urbe que había aplacado y ordenado la caótica disposición física y moral del espacio del gigante.
En los cuentos populares, el ogro es la figura antitética del padre. Devora a sus propias criaturas. Vive en el fondo del bosque. Constituye una permanente amenaza y un recordatorio de lo que puede ocurrir si dejamos que la ciudad se disuelva en el desorden. El primer ogro fue el Cíclope, y su isla, la imagen del espacio de la naturaleza aún no regulada, o del mal.
Queda preguntarse de qué lado se halla la ciudad moderna.,
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