(Segunda parte de la versión de un texto sobre el concepto de belleza en el mundo clásico para un catálogo del Museo de Arqueología de Cataluña en Barcelona)
La belleza se equiparaba al embellecimiento en la cultura
helenística, sobre todo en Roma. De pronto, la belleza dejó de ser una cualidad
ideal, casi sobrenatural -la belleza del
rostro de la divinidad, en quien residían las ideas de todas las formas- para
convertirse en una cualidad menor, material, a veces menospreciada. Si bien, al
igual que en Grecia, la concepción romana de la belleza no era monolítica, la
estética romana destacó por considerar que la belleza era una cualidad de las
formas decorosas o pulcras. Así, mientras que la arquitectura y la estatuaria
griega se labraron en piedra o en mármol, los romanos imperiales no dudaron en
recubrir estructuras de ladrillos con enlucidos que simulaban las vetas
marmóreas, o con simples aplacados que simulaban gruesos aparejos de piedra. La
belleza perdió su carácter divino, o, mejor dicho, Cicerón, por ejemplo, aceptó
que, al lado de la belleza inmaterial, una nueva belleza, material y
transitoria, fuera aceptada –o aceptable. La belleza se asoció a la apariencia.
Cuidar de ésta, mediante afeites, pigmentos y pinturas, no faltaba al decoro,
ni constituía un acto inmoral. Esta belleza empalidecía ante la “verdadera”
belleza, inalcanzable a veces, pero facilitaba la vida. Por otra parte, si la
belleza material, en tanto que mejoraba el aspecto de las cosas, facilitaba las
relaciones y, por tanto, no estaba exenta de moralidad (ayudaba a las buenas
costumbres, a las maneras adecuadas), constituyó una de las primeras
aproximaciones a una belleza entendida como una cualidad propia de la
superficie, los acabados de las cosas y las personas y, por tanto, una belleza
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