lunes, 20 de mayo de 2024

….y a las siete semanas (Pentecostés)

 Lunes, 20 de mayo de 2024

Judios y cristianos celebran la fiesta de Pentecostés o, con precisión, los efectos, al día siguiente, de dicha fiesta, que acontece siempre  en domingo, siete semanas (siete por siete días, un redoble mágico del mágico número siete) después de la resurrección del dios cristiano, abandonando su naturaleza humana -los humanos no resucitamos- en favor de la divina, y de su ascensión deslumbrante. 

Dicha fiesta sella el inicio de las cosechas. Una fiesta agraria inevitablemente religiosa que designa no solo la próxima abundancia alimenticia sino también espiritual: la fiesta también celebra la mítica entrega de las tablas de la ley por parte de la divinidad a su mediador (Moisés, en este caso),  en lo alto del monte Sinaí, que sellan la buena relación entre la divinidad protectora y sus protectores que le devuelven el favor mediante el culto extático.

La fiesta, por tanto, celebra la intercesión divina.

El cristianismo ofrece una interpretación de dicha festividad judía. Cincuenta días más tarde de la ascensión del dios cristiano, desaparecido así de la tierra, se renueva su presencia, latente, esta vez, con la bajada de llamas sobre la testa de sus fieles que de pronto, iluminados, ensanchan su punto de vista: ven más y mejor, ven lo que no se ve, ven lo invisible, acceden, por tanto, a contemplar el invisible, ls divinidad incorpórea, y a dialogar con ella; se vuelven seres espirituales, casi desencarnados, superadas las limitaciones físicas que nos convierten en seres mortales.

Lo que acontece durante la celebración es el descenso, en forma de fuego de una entidad ambigua, que es a la vez una parte de la divinidad, su hálito o soplo (llamado Espíritu Santo), y es una divinidad distinta de la divinidad, llamada Paracleto, que, en griego, significa Mediador, y que toma posesión de los mortales para interceder ante la divinidad invisible, y acercarles a ella, de modo a que relación entre mortales e inmortales sea más estrecha.

El efecto de dicha posesión es singular: poseídos por el espíritu o paracleto, los mortales adquieren el don de las lenguas y pueden así no solo hablar con todo el orbe, sino con la misma divinidad considerada el Verbo y caracterizada precisamente por su voz capaz de alumbrar a todos los seres, tan solo llamándolos, nombrándolos, durante los siete días la la creación, periodo que la pentecostés rememora.

La multiplicidad de las lenguas, la capacidad de hablar con todos, invierte la condena bíblica tras la fracasada construcción de la Torre de Babel, una escalera que se adentras más allá de las nubes, capaz de poner la divinidad al alcance de los humanos. 

La multiplicación de las lenguas, en Babel, es percibida como un castigo divino, pues impide que los constructores de la Torre puedan entenderse y ponerse de acuerdo para proseguir la obra. Hasta entonces, en efecto, solo se hablaba una lengua.

La fiesta de Pentecostés pone remedio a esta condena. La multiplicidad de lenguas ya no es un obstáculo para la comunicación sino un acicate. Sabiendo todas las lenguas, la humanidad puede entenderse y entender a la divinidad. Sella por tanto el reencuentro entre ésta y los humanos, acuerdo que la torre de Babel había fracturado. Devuelve las buenas palabras, el diálogo entre mortales e inmorales.

Un diálogo que la historia ha revelado ser en vano, aunque la esperanza, para algunos, no se pierde. Sin comunicación, sin entendimiento el conflicto es inevitable: significa la incomprensión del otro y por tanto instaura la suspicacia y una actitud a la defensiva o una disposición al ataque.

Quizá hoy dicha fiesta, real o ilusoria, sea más necesaria que nunca. O quizá debamos olvidarnos del sueño de aspirar a comunicar con lo alto para tratar de dialogar con quienes están al lado nuestro. Un esfuerzo que la Pentecostés también simboliza.






No hay comentarios:

Publicar un comentario