Gio Ponti: Ministerio de Planificación (1957-58); restauración tras ser gravemente dañado en 2003 (Marzo de 2010)
Centro de la ciudad de Bagdad, marzo de 2010
A las siete y media de la mañana, el aeropuerto estaba tomado por una invasión de cuerpos de seguridad privados norteamericanos, anabolizados dobles de Bruce Willis.
Bagdad sigue partida por muros de hormigón, y la circulación, siempre en coche, interrumpida sin cesar por controles más largos que el año pasado, ya que los soldados temerosos buscan materiales explosivos debajo de los coches, con detectores de fabricación china de manejo muy impreciso.
Es la tercera visita a Bagdad en dos años, y nunca como ahora el ejército -en parte aún norteamericano- había sido tan visible, estado tan presente. La ciudad estaba salpicada de tanquetas y recorrida por camionetas atestadas de soldados armados hasta los dientes. Los helicópteros militares vuelan cada vez más bajo, y el ritmo endiablado y el bramido ensordecedor que los envuelve interrumpe a cada momento las conversaciones.
Hace mucho frío -sopla un viento que en España diríamos que viene del norte- pero el día es luminoso y seco. La primavera despunta y Bagdad está salpicada de flores diminutas que crecen por entre las grietas del hormigón o del asfalto labrado.
Aunque el congreso sobre rehabilitación de los centros históricos de Irak (que motiva esta visita) comienza el lunes en el hotel Al-Mansoor (donde todos los asistentes se alojan) -que aún guarda las huellas en la fachada del último atentado-, la mayoría de los ponentes iraquíes en el exilio han llegado.
Un grupo de arquitectos y promotores invitaban hoy a comer en el palmeral de su estudio (una villa de los años setenta rodeada de jardines), al borde del Tigris.
La mayoría de los arquitectos iraquíes en el exilio hace casi veinte años que no han regresado a Bagdad. Se reencuentran con antiguas alumnas, hoy madres de familia o incluso abuelas. Familias rotas se vuelven a ver por vez primera desde la guerra entre Irak e Irán. Hermanos separados, tíos y sobrinos que no se habían vuelto a ver, amigos que solo tenían noticias mutuas por teléfono se abrazan casi con desesperación. Han perdido a hermanos mayores colgados (por el simple hecho de haber grabado con un radiocasette una ceremonia en una mezquita, considerado un gesto pro-iraní), a benjamines torturados hasta la muerte, a padres o hermanos asesinados, a familiares gaseados por el régimen de Sadam Hussein en los años ochenta o noventa. Algunos han fallecido en la cárcel. Hablan a borbotones y un tanto desorientados y el llanto les impide seguir. Se excusan y tratan de sonreir.
Se nos muestra un ambicioso proyecto de rehabilitación de la larga calle porticada de Rashid (que cruza toda la ciudad, paralelamente al río), abierta, a imitación de la calle de Rivolí de París, entre 1910 y 1920, y hoy destrozada por las bombas de los suicidas y sobre todo por propietarios ávidos o incultos que, con la complicidad comprada de funcionarios, echan abajo espléndidos edificios catalogados con delicadas fachadas de madera labrada, para levantar bloques con muros cortina baratos de colores chillones vendidos por China.
La calle es hoy en eje informe y devastado, en el que cada día desaparece un elemento notable que alimenta la memoria de los bagdadís.
El proyecto de rehabilitación es valiente y respetuoso; pero los asistentes saben que, en la Bagdad de hoy, no podrá llevarse a cabo. Y, sin embargo, no cesan de luchar por recuperar la ciudad, sabiendo que se trata de un esfuerzo incierto, posiblemente inútil.
En Barcelona, caen cuatro copos y nos manifestamos porque se nos mojan los pies.
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