Helicópteros sobre Bagdad
Bajo un cielo límpido y frío -que sorprende tras las áridas recientes tormentas de polvo-, contemplamos toda la ciudad de Bagdad desde la terraza, en la onceava planta del hotel Al-Mansoor, y los disparos fosforecentes -un fogonazo naranja, como gotas de zumo de naranja vertidas en el agua-, seguidos de una nubecilla blanca, de uno de los helicópteros militares que sobrevuelan un barrio de casas bajas, al norte, no lejos de donde nos hallamos.
Fotografiamos el Ministerio de Planificación Urbana, de Gio Ponti, situado al sur, justo enfrente del hotel, a las puertas de la Zona Verde, cuidando parapetearnos, ya que guardias norteamericanos allí asentados no cesan de escudriñar con potentísimos catalejos todo lo que puede ocurrir fuera de esta Zona, y mandan de inmediato soldados a que detengan a quienquiera fotografíe la Zona Verde, incluso desde lejos.
El congreso empieza mañana. Hoy es festivo: una importante fiesta kurda (que tiene lugar durante el equinocio) asumida como propia por todo Irak (cuyo presidente es kurdo).
El director de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Bagdad nos invita a almorzar a su hogar, no lejos del hotel, en un barrio construido a principios de los años ochenta por orden de Sadam Hussein: altos bloques de pisos de piezas de hormigón prefabricadas -que se degradan por errores de diseño y se recalientan-, proyectados por una constructora norteamericana, a lo largo de una avenida demasiado ancha, bajo un sol que en pocas semanas se volverá inclemente.
Nos cuentan cómo Sadam Hussein ordenaba detener (y hacer desaparecer) a familiares hasta de cuatro grado de cualquier prisionero político, por lo que nadie se atrevía a suplicar la devolución de los cuerpos de los ajusticiados -para poder enterrarlos-, a fin de no darse a conocer. Labios siempre sellados por el miedo.
Y nos cuentan también cómo los soldados norteamericanos, tras entrar, en dos días distintos, en Bagdad, incitaron a los iraquíes a que vaciaran o saquearan bibliotecas, archivos y la filmoteca -que lo perdió todo-, explicándoles que, habiendo caído Sadam Husein, todo lo allí atesorado era por fin del pueblo, era suyo. Una parte de lo robado ha acabado en colecciones norteamericanas; cuentan cómo Irak fue vencido, no por haber sido conquistado, sino por la destrucción de su pasado.
Fuera hace aún más frío.
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