Tras haber sido modelados por el dios Enki, o haber brotado de la tierra, los humanos se multiplicaron. El ruido, o mejor dicho, la vibración que producían, ascendía y penetraba en las estancias celestiales donde dormitaban los dioses superiores. Este rumor era semejante al de las olas del mar: iba y venía, crecía y disminuía rítmicamente; pero no cesaba nunca. Era también idéntico al de la pulsión, o el ritmo de la tierra.
Los humanos vivían en comunión con la naturaleza. Habían sido compuestos con agua y arcilla, los elementos básicos que constituían las entrañas de la diosa-madre, mitad terestre, mitad acuosa, la diosa de las marismas, el espacio primigenio. Crecieron en el vientre de ésta, que los alumbró. La íntima relación de los humanos con la tierra que los había acunado, y con la que vivían en comunión, no sorprendía.
Bien lo sabían los dioses celestiales. Esta armonía entre la tierra y sus hijos irritaba al cielo. Por eso, An, el dios del cielo, y Enlil, el dios de las tormentas, decidieron romper este ligamen, el cordón ombilical que unía los humanos al vientre de la tierra. Lanzaron un diluvio, con gran dolor de la diosa-madre.
Todos los humanos se disolvieron, salvo uno, Utnapishtim, a quien el dios Enki pudo aconsejar cómo escapar de la disolución: construyento un arca estanca en la que guarecerse cuando el cielo se abatiera sobre la tierra.
Cuando cesó el diluvio, y la tierra pudo ser repoblada, el orden antediluviano cambió para siempre. Los hombres empezaron a honrar a los dioses celestiales, construyeron ciudades y parcelaron la tierra. Los monarcas tomaron a los dioses como modelos. Rompieron con su madre para adorar al padre celestial.
La diosa-madre nunca se recuperó de este golpe.
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