Érase una vez una joven, de buena familia, que tanto gastaba en drogas duras que perdió hasta la potestad de sus hijos.
Un día, un abogado, apuesto, libre y cristiano, le ofreció todo el dinero que necesitara a cambio de la presidencia de una pequeña empresa. Nada tenía que perder.
Su marido, del que estaba separada, pero que velaba por ella, y que mantenía excelentes relaciones industriales y políticas puesto que sabía qué hacer para obtener encargos públicos, descubrió lo que ocurría: bien que conocía la existencia de empresas ficticias, que permitían blanquear o desviar dinero que recibían partidos políticos, a cuya cabeza se nombraban enfermos terminales, necesitados de ingentes sumas diarias de dinero, que firmaban lo que fuera y no vivían el tiempo suficiente para darse cuenta y causar problemas.
Movió hilos. La joven recibió de palacio un billete de ida a un país lejano. Partiría al día siguiente. Estuvo una decena de años fuera. Tiempo tuvo hasta para rehabilitarse.
Apenas regresó a su ciudad natal, un conocido realizó llamadas pertinentes. Los partidos que gobernaban no eran los mismos, lo que no constituyó obstáculo alguno para que entrara a formar parte de la cabeza del palacio general.
Enfermó; se jubiló. Pero siguió manteniendo el sueldo completo. Y la boca cerrada.
Cuento imaginario, blanco como la "nieve"; la realidad no debería nunca superarlo.
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