Sobre la ancha tarima, en una de las grandes aulas de uno de los pabellones provisionales (duraron treinta años) en el patio trasero de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB), Eugenio Trías hablaba muy lentamente. Entre palabra y palabra, una calada. No cesaba de moverse. Caminaba en círculo. Y fumaba. Parecía que cada término le costaba un gran esfuerzo, como si fuera un peso que apenas pudiera extraer de un pozo, pues buscaba la palabra justa, y éstas nunca se hallan, o no se muestran. Las clases eran difíciles de seguir, difícil el hilo; pero seguíamos en clase; teníamos la sensación de estar escuchando algo que merecía la pena y que quizá no se volvería a producir: la espera de una intuición cuya llegada era siempre inesperada; la espera podía ser en vano. Pero no era vana. Su rostro denotaba tal esfuerzo para hallar qué decir y cómo decirlo. Hablaba mirando al suelo, el pitillo en la mano, como si hablara para sí mismo. Se detenía, miraba a los estudiantes, extendía la mano, hablaba con voz fuerte, concluía; y volvía a moverse en corro, meditando en voz más baja.
Había entrado en la Escuela, hacia 1977, de la mano de su amigo, el catedrático Xavier Rubert, que había logrado que la Universidad creara una cátedra de estética unos cinco años antes. Con el tiempo, Eugenío Trías se convertiría en un maestro dando clases. Sabía construirlas a partir de una pocas ideas, con las que jugaba durante dos horas. Las contaba de un modo y otro. Utilizaba sinónimos, relataba variantes de lo que acababa de narrar. No se repetía sino que cada frase introducía un matiz. De este modo, era imposible perder el hilo aun cuando, de tanto en tanto, el alumno dejara de prestar atención. Eran un placer ver cómo construía, levantaba y desmontaba argumentos, desplazaba las palabras, jugaba con ellas. Se tenía la sensación de estar ante una actuación única e irrepetible. Sus textos nunca lograron el prodigioso equilibrio que sus clases magistrales aportaban: eran construcciones cerradas, realizadas durante las dos horas de clase. No tenía la frescura, el humor, el desparpajo de Xavier Rubert. No sabía mostrar, con ironía, el interés de lo cotidiano, no develaba lo que los gestos más nimios significaban, como hacía Xavier Rubert. Nadie reía en sus clases. Era como un profesor de otra época, otra era. Se tenía la sensación que nos abocaba a otro mundo, lejano, remoto, extraño, pero mucho más fascinante que el mundo presente. Tenía algo de chamán. La soterrada, casi aragonesa ironía que gastaba cortaba por lo sano cualquier atisbo de adoración. Sus clases eran tensas.
Cada año abordaba un tema. Iniciaba las clases con entusiasmo. El programa era muy detallado. Con el paso de los meses se cansaba; no concluía el temario. Seguramente estaba ya pensado en otro. Nos habló de temas desconocidos para nosotros, que no acabábamos de entender, y que, sin embargo, eran fascinantes: El banquete de Platón, La oración sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola; un curso, inicialmente deslumbrante, sobre Walter Benjamin, con un largo excurso sobre la Cábala según Steiner. Luego, abordó el análisis del arte moderno: sus reflexiones sobre el cambio del arte, que dejó de reflejar el mundo, de reflexionar sobre él, para centrarse en sí mismo y pensar sobre los propios elementos y métodos representativos, nos abrieron a muchos perspectivas que nunca hubiéramos imaginado. Y, sobre todo, nos proporcionó esquemas claros sobre los temas,problemas y objetivos del arte del siglo XX, un método para entenderlo. Más tarde, fueron sus clases sobre el devenir del arte, desde la prehistoria hasta el siglo XX, desde la magia hasta la filosofía, las que nos hicieron ver el sentido del quehacer humano de un modo que sus libros sobre el concepto del límite no lograron. Fue -junto con Félix de Azúa y Xavier Rubert, ambos también catedráticos de estética en la Escuela de Arquitectura- el mejor profesor que hubiera existido, pues sus clases eran regalos a los estudiantes.
Publicaba un libro cada año. Cambiaba de editorial a cada vez. No siempre éramos capaces de entender sus escritos, pero escribía libros, difíciles, con títulos tan hermosos como La memoria perdida de las cosas. Solo por eso merecían ser comprados. Y eran comprados. Abogaba por el ensayo, incluso en tesis doctorales. Abominaba de la erudición, de los textos saturados de notas.
A mediados de los años noventa cambió de universidad. Creyó que la recientemente creada universidad Pompeu Fabre le ofrecería un marco más adecuado, más medios y posibilidades; y, sobre todo, alumnos que serían luego discípulos. Se quejaba -pero sabía que lo que quería era imposible- que los alumnos de arquitectura, un día, serían arquitectos, no pensadores. Pensaba que solo había logrado tener dos discípulos. Marta Llorente, profesora de Composición, y que escribiría en luminoso ensayo sobre la obra de Eugenio Trías, era uno de ellos. Años más tarde lamentaría su decisión: el nivel de los estudiantes de Humanidades de su nueva Universidad era decepcionante, inferior al de los alumnos de arquitectura.
A finales de los años ochenta, conoció a una estudiante mayor. Era alumna mía. Me pidió que me fuera reuniendo con ella en el bar, toda vez que era una excelente alumna de la asignatura de estética, y que le dejara asistir a esas reuniones reuniones.
Influyó en su desencanto con la escuela su progresivo distanciamiento de Xavier Rubert, que culminó en un día terrible. Logró, lo que culminó la brecha, que Félix de Azúa, entrara en la Escuela de Arquitectura y pudiera salir del País Vasco. La herida se cerraría con el paso de los años.
La partida de Eugenio Trías selló la pérdida de la Escuela de Arquitectura, que la llegada de Félix de Azúa disimuló o aminoró. Xavier Rubert partió como diputado al Parlamento Europeo; luego se dedicó con más ahinco a la política, del PSC, ante todo, un partido del que Eugenio Trías se fue distanciando.
Sus amigos y conocidos de generación se fueron apartando de él. Le acusaban de dedicarse al estudio de la religión, lo que les parecía una traición a una "causa" o unos "ideales" laicos y "progresistas". No entendieron que Eugenio Trías estaba fascinado por la encarnación de las ideas en el mundo sensible, y las formas sensibles, musicales, que adoptaban.
Su desapego del nacionalismo y su abandono del partido socialista en favor del partido popular -no por comulgar con las propuestas de este partido, sino como una manera de deshacerse de un partido cada vez más corrupto y alejado de sus principios- le convirtió en una figura casi olvidada en Barcelona. Como si se hubiera vuelto un traidor. Se encerró en sí mismo; partió a dar conferencias fuera de la ciudad. Y publicó sus textos mayores.
Entre 2002 y 2004 trabajamos juntos por última vez. Se trataba de escribir, entre Eugenio Trías, Marta Llorente y yo, un guión para una exposición para el fracasado Fórum de las Culturas 2004. Quedábamos a veces en el restaurante Semproniana, favorito de Eugenio Trías. Más tarde, porque era cómoda, y por deferencia -estaba ya enfermo-, en su casa. Fueron unos meses en los que volvimos a prender. Como veinte años antes. Con él, no hacía falta nada más. Solo escuchar. Su mirada irónica bien evidenciaba quien se habían apartado de lo que soñaban en su juventud. Todos los que le dejaron. Consejeros de Cultura, por ejemplo. Hoy cantan alabanzas.
Algo se rompió ayer. Quizá el final de una cierta infancia.
Buenos días,
ResponderEliminarMi más sentido pésame. Un Gran Maestro, ante todo persona, que ha dado paso a Grandes Alumnos y a su vez a Grandes Maestros.
Saludos,
Esther