La interpretación de la obra de arte -o de cualquier imagen, artística, mágica, religiosa- requiere un encuentro entre el espectador (el posible intérprete) y la obra. Es necesario un acercamiento, libremente emprendido o aceptado: la obra puede subyugar, fascinar, doblegar la voluntad o resistencia del espectador, pero la comunicación o trasmisión de un determinado contenido "formal" -a través de una forma- requiere la libre disposición de aquel. Éste tiene que entrar en el juego; tiene que conocer y asumir una reglas de juego, reglas que regulan tanto la creación de la obra cuanto el encuentro y la posterior interpretación.
La interpretación requiere un movimiento doble: la obra tiene que avanzar y abrirse y un paso adelante, el cruce de un límite, la entrada en el área de juego tienen que darse. Si el intérprete no acepta avanzar hacia la obra, si no acepta la invitación de la obra, el significado de ésta no se alcanza. Pero, al mismo tiempo, si la obra rehuye el contacto, si no ofrece alguna cara, si no se gira hacia el espectador, éste no podrá saber nunca lo que la obra encierra, lo que podría decirle. Solo puede pensar en ella si ésta se muestra.
Una obra puede callarse. Su contenido puede permanecer oculto. Es posible que ni siquiera se sepa si encierra alguno. Pero el silencio también es significativo: activa aún más las preguntas, da aún más qué pensar acerca de las razones de la obra y de su hermetismo.
Un fetiche -una imagen religiosa, un icono- centra la atención y la organización de una comunidad. Las plazas suelen organizarse alrededor de una estatua, ubicada en el centro. Cada miembro de la comunidad puede observar al fetiche (al tótem, a la figura representada). También se sabe observado por éste. La figura se abre hacia la comunidad, abre los ojos y se los abre. Inspira confianza. La comunidad sabe que alguien vela por ella. De noche, el fetiche no cierra los ojos -ante la suerte de aquélla. Cada ciudadano puede establecer una relación de proximidad con la imagen. Ambos se miran. Estás cerca uno del otro. La imagen domina, es cierto. Pero su dominio es aceptado. El espectador -el ciudadano- no le da la espalda, no la ignora ni la destruye. La reconoce como una imagen suya, una representación suya, un representante de la comunidad. La imagen la simboliza: asume el papel de ésta, su vida. La desaparición de la imagen conllevaría la disolución de la comunidad, pero un fetiche sin un coro alrededor no significa nada, no tiene poder alguno, no posee un grupo -que la acepta- en o sobre el que ejercer su poder.
Imagen y comunidad se aceptan, se necesitan. La imagen existe a y para los ojos de aquélla. Es su guía, sus ojos. Ve por ella, ve -intuye, pronostica, advierte- lo que le ocurrirá. Las esperanzas del grupo descansan en la imagen. Pero la imagen adquiere el poder de la libre contemplación del grupo, de su comunión con éste.
El espectador interpreta a la obra, pero la obra alza el hombre a la condición de intérprete, es decir de vidente. Le otorga el singular poder de anticiparse al tiempo, de sobrepasar los límites asignados al ser humano, los limitados poderes de éste. Una obra de are (un fetiche, un tótem, una imagen) nos mira y nos abre los ojos. Pero esta mirada da fuerza, y sentido, a la obra.
La interpretación implica un acercamiento. Simboliza una unión, un acuerdo. Muestra que ambos dialogantes -el espectador y la obra- confían el uno en el otro y se ceden mutuamente poderes. La imagen no puede anular al espectador, pero éste no puede despreciar o minusvalorar la obra. El ser humano se vuelve humano gracias al diálogo al que la imagen le invita, y ésta deja de ser un simple bloque material, inerte, por medio de la mirada del espectador que la anima, del sentido que le otorga, que le reconoce.
Interpretar una obra de arte es reconocerse a los ojos de la imagen, al mismo tiempo que ésta acepta que su poder -su sentido, la razón de ser- reside en la aceptación de la comunidad -que la crea, y que ha sido creada por ella. Ambos se crean, se elevan. Adquieren una vida plana. Una imagen nos hace; hacemos una imagen para que haga humanos. Mientras la hacemos -la creamos- nos vamos haciendo -o volviendo- humanos.
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